Carmen Sánchez Maillo | 17 de febrero de 2020
La pornografía está haciendo estragos en la sociedad. Un fenómeno que crea adicción no puede ser dejado de lado o considerado como un bien de consumo más.
“A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino”. Aldous Huxley, Prólogo de 1946 para Un mundo feliz.
No puedo dejar de vincular esta reflexión de Huxley con la epidemia silenciosa de la pornografía, que va haciendo estragos tanto en adolescentes, jóvenes y adultos que la frecuentan, como en las familias que la sufren. La pornografía ha pasado de ser un elemento marginal, de una industria sin alma, a ser un fenómeno omnipresente en una juventud que se relaciona entre sí a través del móvil, con acceso 24 horas a internet, y en la propia industria audiovisual que la introduce en las series y películas, tratando de normalizar, irresponsablemente, lo que antes era el gueto de los depravados.
Las imágenes aquí no valen mil palabras, ni tienen valor alguno pero, contradictoriamente, sí tienen precio. Un precio enorme y que crece exponencialmente. Un precio que pagarán muchos jóvenes que se acercan al mundo adulto bajo el alucinado prisma de imágenes que no se corresponden con el modo adecuado y humano de relacionarse. Un precio que se paga en la imposibilidad de crear relaciones reales, pues la realidad no transige con los modelos y conductas imposibles e indeseables que la pornografía normaliza.
Precio pagado por adultos que rompen sus vínculos afectivos, pues la pornografía crea un abismo entre las personas que se niegan a cosificarse. Precio pagado en psiquiatras y psicólogos que atienden a consumidores que sufren las consecuencias de su consumo. Precio que pagan jóvenes que son objeto de ataques contra su integridad personal por otros jóvenes que tratan de llevar a la realidad lo que han visto antes, ¿o acaso podemos decir con tranquilidad que el aumento de delitos sexuales no tiene nada que ver con el acceso indiscriminado y gratuito a la pornografía?
Todo ese precio lo recibe una industria agigantada, desregulada y limítrofe, cuando no cómplice de mundos delictivos que, bajo el paraguas de internet, ha tenido una plataforma privilegiada para expandirse sin límite. No hay que tener miedo en plantear razonablemente un debate sobre su regulación, restricciones o incluso su prohibición. ¿No estamos en una sociedad libre para discutirlo?
Hay que ser conscientes de que las realidades nacionales son insuficientes para regular y controlar esta epidemia y las supranacionales como la Unión Europea están paralizadas pues, sin duda, hay un elemento moral y ético que obliga a posicionarse ante este fenómeno. ¿Acaso vale todo en el ámbito del ocio? Un fenómeno que crea adicción no puede ser dejado de lado o ser considerado como un bien de consumo más. El alcohol, el juego, tienen restricciones nacionales e internacionales, va siendo hora que la pornografía también las tenga y sea objeto de atención, pues las consecuencias negativas de su generalización ya asoman en familias, colegios, institutos, universidades y en toda la sociedad que se encuentra casi inerme frente a ella.
Vivimos en una sociedad en la que la juventud se ha convertido en un valor en sí y, por lo tanto, se intenta alargar esta etapa de la vida.
Esa violencia desatada en menores y jóvenes, que incrementa año tras año las estadísticas criminales, parece responder al tributo que exige el falso ídolo del sexo.