Armando Zerolo | 17 de agosto de 2021
Los topillos han asomado con su viveza habitual, y verlos emerger de la tierra, de lo profundo de sus madrigueras, y trazar sus caminos, como el de las raposas por la ribera, causa en el anonadado observador una sensación de vuelta a un tiempo denso, un amable recordatorio del ciclo de la vida.
Este verano hay plaga de topillos en la Ribera del Duero. Pequeños túmulos de tierra indican la ubicación de las madrigueras, que se levantan cerca de un agujero donde habitan estos roedores de hocico alargado, piel fina y un cuerpo tan pequeño que se diría imposible que sean los autores de tan grandes destrozos. Hemos pasado muchos años sin ver una población tan nutrida. Desconozco si es por el rigor del invierno que haya podido acabar con los gatos silvestres que desde hace una década vagaban por aquí, por la bonanza de una primavera que ha dejado semillas y alimento en abundancia, o por el descaro que haya podido causar en ellos el campo despoblado por el confinamiento.
Los topillos han asomado con su viveza habitual, y verlos emerger de la tierra, de lo profundo de sus madrigueras, y trazar sus caminos, como el de las raposas por la ribera, pero más pequeño y radial, sin alejarse demasiado del agujero, causa en el anonadado observador una sensación de vuelta a un tiempo denso, un amable recordatorio del ciclo de la vida.
Al asomar el primer topillo se nos viene la imagen viva de una plaga mucho más seria que la de este verano, hará ya más de tres décadas, cuando se decía que había habido una suelta calculada para fomentar la repoblación de rapaces. Había tantos que hasta los perros se cansaban de perseguirlos. Andaban abobados, sin el nervio pícaro del que ha nacido silvestre y está acostumbrado a desconfiar. No sabemos si los milanos, aguiluchos, lechuzas, águilas y demás rapaces que pueblan estos lares desde tiempos del Infante don Juan Manuel, el más grande cetrero de la historia, darían cuenta de ellos, y si aquello sirvió de algo, o fue un simple rumor de esos que entretienen los veranos.
Entre aquella plaga y esta han pasado muchos veranos, y será arrebato momentáneo del que vuelve cansado, o mirada necesitada de permanencia, pero el topillo, que de natural es ciego, entre vuelta y vuelta, causa en nosotros la impresión de pisar otro suelo, y no solo la superficie por la que nos movemos.
Felisa ya era mayor cuando la primera plaga. Tuerta y contrahecha, andaba ajetreada con la ayuda doméstica que requería la abuela. Miraba a los nietos como si fuesen los niños de su lejana juventud, y encontraba parecidos en los ojos, las cejas, las manos o en los andares, en lo que fuera. Todo era motivo para recordar algo pasado que en su cabeza era más vivo que lo que ahora corría y alborotaba por la casa, y uno se sentía fotografiado en sepia cuando le sonreía con media boca. Media boca y medio ojo eran más expresivos que un rostro completo, porque en una cara entera, como en media luna, cabían todas las contradicciones de una vida, las luces y las sombras, las ausencias que dan sentido a lo presente, y las faltas que completan lo que hay.
Felisa ha muerto hace unos días, a una edad que se debería medir por épocas y no por años, porque Felisa fue una mujer de ausencias, de medias miradas y sonrisas partidas, de conciencia profunda de lo que se gana y se pierde con el paso de los años. Nadie hubiese querido vivir la vida de Felisa salvo ella, y Felisa por eso nunca juzgó la vida de los demás, algo tan típicamente castellano, tan nuestro, tan de antes y tan de ahora que tanto nos ocupamos por la moral de los demás.
Es como si Felisa hubiese habitado una de esas madrigueras que ahora hieren nuestra imaginación, y se hubiese asomado un momento para traernos a puñados la hondura de la tierra que pisamos, y para recordarnos, antes de volver a ella, que lo que en la superficie ayer era remolacha, antes fue alfalfa y hoy son viñas.
El divorciado ha visto una muerte que es peor que la ausencia física. No ha enterrado a sus muertos porque ha visto apagarse una vida de un modo aun más destructor que la enfermedad o el accidente.
La nación, que integra territorio y cultura, podría dejar de ser patria para acabar siendo el ámbito subjetivo de nuestros afectos y la arena donde batallen nuestros resentimientos.