Chantal Delsol | 18 de febrero de 2021
Desde la Antigüedad sabemos que el miedo es un instrumento de poder. Evitemos ceder a él en estos momentos en que todo, por desgracia, nos invita a hacerlo.
Daniel Defoe (el autor de Robinson Crusoe) escribió en 1722 un Diario del año de la peste, recordando la gran plaga de 1665 en Londres. Es difícil encontrar un relato más explícito y evocador sobre las consecuencias del miedo actuando sobre una población. Algunas personas abandonan todo principio moral. Otras comienzan a difundir rumores inventados que ponen los pelos de punta. Y otras, que antes se comportaban con sensatez, se entregan a abominables supersticiones. La denuncia florece, la locura reina, los suicidios se multiplican.
Nosotros todavía no hemos llegado a ese punto -¡la COVID-19 no es la peste!-, pero nuestras psicologías ultrafrágiles nos dejan probablemente tan angustiados por este virus como nuestros ancestros lo estuvieron por la peste. Fue el miedo lo que les hizo delirar, y sigue siendo el miedo lo que nos confunde, en conjunto o de manera individual. Nuestros gobernantes lo saben.
Las últimas tres semanas han sido significativas de un periodo que se alarga desde hace casi un año. Se ha hecho de todo para aterrorizarnos. La mayor parte de las noticias son probablemente ciertas, pero hay que ver el tono de pánico con el que se dan: que las vacunas llegan tarde y no vamos a tener suficientes, que la variante inglesa es muy peligrosa, mucho más que el virus actual, que las vacunas actuales no podrán hacer frente a las nuevas variantes que nos están inundando desde África y América a un ritmo desconocido, que por lo tanto nos dirigimos inevitablemente hacia un confinamiento estricto, muy estricto, mucho más estricto que todo lo que ya conocemos. Las unidades de cuidados intensivos están desbordadas, ya estamos empezando a transportar pacientes de una ciudad a otra (sí, pero no nos fiamos de las clínicas privadas, que están vacías). Todo ello ha provocado un gran aumento del vocabulario dramático, a todas horas y en todos los canales a la vez. Se podría escribir un libro con todas estas aterradoras noticias.
Naturalmente, los medios de comunicación son tan responsables como el Gobierno. Eso sí, nuestros gobernantes marcan el camino: Emmanuel Macron nos anunció antes del segundo confinamiento que esta vez el pico de la epidemia sería mucho más alto que el primero, lo que no fue el caso. Pero los medios de comunicación, tentados por el atractivo de la conmoción y la tragedia, reflejan con demasiada frecuencia solo las expresiones más aterradoras y las predicciones más oscuras de estos discursos sobre la salud. Todo esto crea un clima de miedo que impregna el ambiente y acaba por hacer perder la cabeza a muchas personas poco estables, que son muchas en un país tan deprimido como el nuestro.
El miedo es un maravilloso instrumento de poder. Basta con ver las expresiones que usamos habitualmente: uno está paralizado, congelado, petrificado por el miedo. Te inmoviliza, te impide actuar y te hace dócil a cualquier presión. Dile a alguien que su vida está en juego, y te obedecerá como un esclavo. Desde la Antigüedad todos los tiranos han gobernado a través del miedo, y el miedo es la razón principal de lo que no tiene razón real, esto es, la toma del poder en situaciones excepcionales. Es porque la gente teme a las catástrofes por lo que se entrega a los dictadores. Es porque tiemblan por lo que aceptan todo tipo de órdenes desconcertantes, inútiles o mortíferas que, de otro modo, habrían sido recibidas con enfado e indignación. Los gobiernos lo saben muy bien, aunque no sean en principio tiránicos. Pero a veces juegan con el miedo, de forma más o menos consciente, como un líder preocupado por su vacilante autoridad juega con su cetro.
El problema es que usar el miedo es peligroso, como ocurre con todas las drogas útiles. Sobre todo cuando se extiende entre un pueblo ya frágil, dispuesto a dar rienda suelta a sus sentimientos y que rápidamente asume la condición de víctima. Entre nosotros, a base de manipular el miedo, hemos terminado por convertirlo en un hábito. Una enfermedad crónica, por así decirlo. Hay tantas, tantas razones para tener miedo, una variante apareciendo continuamente tras otra y las malas noticias sucediéndose unas a las otras, que la vida se organiza sobre un miedo perpetuo. Enseguida es la vida misma la que da miedo.
El miedo es un maravilloso instrumento de poder. Te inmoviliza, te impide actuar y te hace dócil a cualquier presión
En las residencias, donde ahora todos están vacunados, las medidas drásticas adoptadas durante los periodos de confinamiento siguen en vigor. Siempre se encuentra un nuevo peligro para justificarlas. Tanto es así que muchas personas muy mayores, ya terriblemente maltratadas por un año de soledad, siguen sometidas a un régimen penitenciario, porque el miedo ha arraigado con fuerza y al parecer para siempre en las directivas de la Agencia Regional de Salud. Cuando el mensajero grita «¡el lobo!», indagamos a ver por dónde viene el lobo. Pero cuando el mensajero grita «¡el lobo!» desde la mañana hasta la noche, indagamos más bien qué tipo de perturbación afecta a la mente del mensajero. Esto es lo que está ocurriendo ahora: una especie de desbandada de la razón. Ya no sabemos bien a qué le tenemos miedo -ya que la causa del miedo cambia constantemente, y hay que decir que el discurso público va añadiendo sin cesar nuevos motivos-, pero el miedo se convierte en una disposición permanente, como una segunda piel.
Este proceso recuerda al miedo a las catástrofes, que no nos ha abandonado desde la Segunda Guerra Mundial, solo que las catástrofes van cambiando: miedo a la guerra nuclear, a que el mundo esté demasiado vacío y luego a que esté demasiado lleno, al calentamiento global. Es cierto que siempre han existido grandes miedos colectivos, y a veces con razón. En los pueblos higienistas como los nuestros, paralizados por el principio de precaución, siempre hay razones para tener miedo. El conformismo moral ha definido un miedo bueno, el que surge frente al deterioro de la naturaleza por el calentamiento global (un miedo valorado por Jonas con su «heurística del miedo»), y un miedo malo, el populista que teme el deterioro de la cultura nacional por causa de la inmigración. El peligro, en cualquier caso, es que el miedo se descontrole y pierda de vista su objeto, como una especie de enfermedad social, que se necesitaría tratar antes que nada. Persuadiéndonos, por ejemplo, de que aquel anciano vacunado puede salir de su habitación porque ahora ya no le va a caer el cielo encima.
Cuando mi hija nació el 14 de febrero de 2020, no sospeché hasta qué punto la pandemia iba a marcar sus primeros meses de vida. Pronto las cosas empezaron a irse de madre y entraron en nuestra vida las llameantes cejas de Fernando Simón, los augurios de Bill Gates y la intrigante faja coronavírica en la web de As.
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