Andrés Martínez | 18 de septiembre de 2021
Si dejamos que el viejo continente europeo siga a la deriva acabará estrellándose contra las rocas, porque le falta la luz de la fe y el timón de la razón.
En el acto europeo celebrado en Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, el papa Juan Pablo II lanzaba un grito lleno de amor: «Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes». Sin embargo, cuarenta años después de aquel acto y tras la llegada, de nuevo, de los talibanes a Kabul, cabe preguntarse si Europa ha renunciado a ser ella misma, o si este viejo continente europeo ha decidido perderse de forma irremediable.
La llegada de los talibanes a Kabul es mucho más que el fracaso de Europa por llevar a aquel país la democracia liberal. Es la renuncia a unos principios, valores, fundamentos espirituales que han sostenido este continente y conllevaron la defensa radical de la dignidad de la persona humana y los derechos que de ella se derivan, que no dependen de un gobierno, de una religión, de unas leyes o una mayoría que decide si existen o no esos derechos y quién los posee y quién no.
Aquellas palabras de Juan Pablo II en Santiago de Compostela no eran una llamada a una nueva cruzada para imponer una forma de pensamiento, una cultura, una religión… sino una petición para la reconstrucción de la unidad espiritual europea «en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades».
Esta unidad se sostenía sobre cuatro pilares, Grecia y la filosofía, Roma y el derecho, el judaísmo y el cristianismo. Poco a poco se han ido destruyendo estas columnas hasta el punto de que el continente europeo parece hoy una casa en ruinas. Esto ha sido fruto de un largo proceso que ha tenido distintas etapas históricas, como puso de manifiesto Joseph Ratzinger en una conferencia sobre los fundamentos espirituales de Europa, y que trajo a finales del siglo XVIII y comienzos del XX la privatización de la fe. Desde ese momento la «religión y fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no al de la razón. Dios y su voluntad cesan de ser relevantes en la vida pública».
Eliminadas de la ecuación la fe en el Dios cristiano, parecía que nos quedaba entonces la razón. Todo lo que se saliera del ámbito de lo puramente razonable, comprensible, abarcable con la mera razón quedaba descartado, no podía existir, no tenía legitimidad. Sin embargo, al dejar a la razón a su suerte, sin el asidero de una verdad trascendente, el resultado, que solo podemos ver una vez que ha sucedido, ha sido la dictadura del relativismo y su terrible consecuencia, la posverdad y el fin de la razón.
Entonces, si hemos perdido la fe y la razón, ¿qué nos queda? Me atrevería a decir que el sentimiento irracional, que se ha convertido en la nueva moral, en lo políticamente correcto del momento actual. A partir de aquí, no todas las causas perdidas valen la pena, sino sólo algunas, aquellas que la ideología reinante decide sobre lo bueno y lo malo, y establece qué hay que defender y qué hay que estigmatizar o perseguir.
Todo esto conduce irremediablemente a una nueva religión que no se fundamenta en un Dios trascendente y en la razón, sino que cree en un dios salvaje. Este fue el principio de las religiones políticas que surgieron en los años 20 del siglo pasado y lo son de las nuevas ideologías, que pretender justificar una ética basada en el sentimiento subjetivista e irracional.
Ante esto, ¿tenemos que dejar a Europa a su suerte o podemos reconstruir sus fundamentos espirituales? Y si esto es posible, ¿por dónde empezar? Si dejamos que el viejo continente europeo siga a la deriva acabará estrellándose contra las rocas, porque le falta la luz de la fe y el timón de la razón. Por eso no hay que desistir de un nuevo intento de reconstrucción de la civilización occidental. Pero ¿cómo hacerlo?
Creo que recuperando el discurso en la universidad de Ratisbona de Benedicto XVI en el que recordó, a propósito del diálogo entre Manuel II Paleólogo y un persa culto, la íntima relación entre fe y razón, y la necesidad que tienen la una de la otra. En este discurso puso de manifiesto cómo una razón autónoma de Dios, de la fe, es incapaz de dar respuesta a las cuestiones fundamentales que afectan a la vida del hombre. La razón sin la religión destruye al hombre; la religión sin la razón se convierte en intolerancia.
A partir de aquí, podemos entender que el progreso no conlleva necesariamente la renuncia a la fe cristiana, ni hay oposición o lucha entre la ciencia y la fe. Todo lo contrario, permite abordar de una forma más segura los grandes problemas que aquejan a la humanidad, porque busca respuestas más allá de uno mismo. Como afirmaba Benedicto XVI en el mencionado discurso: «… a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizontes en toda su amplitud».
Chesterton en su primera novela del padre Brown, La cruz azul, cuenta cómo el clérigo inglés descubre al gran ladrón de joyas Flambeau, que se había disfrazado de sacerdote para robar la cruz azul. Durante una conversación inocentemente clerical, el ladrón ataca a la razón, para convencer al otro de que es un auténtico clérigo, a lo que el padre Brown responde:
«No…, la razón siempre es razonable, incluso en el último limbo o en la frontera más remota. Sé que la gente acusa a la Iglesia de quitarle importancia a la razón, pero es justo al revés. La Iglesia es la única en la Tierra que concede a la razón un papel supremo. La única de toda la Tierra que afirma que el mismísimo Dios está limitado por la razón».
El libro, que reúne 17 escritos de personajes de la cultura y el mundo académico, pretende animar a una reflexión sobre lo que debe hacer Europa.
La cuestión no era retirarse sino cómo hacerlo. Y ahí fracasó Washington y Joe Biden hizo el ridículo. Lo de Afganistán es un caos.