Aquilino Duque | 18 de octubre de 2020
A cada régimen político hay que juzgarlo en su contexto histórico. Tanto la monarquía de Sagunto como la II República serían justificables de no ser por el empeño que pusieron en tenerlas por modelo los padres espirituales de la presente Transición.
Al inicio de esta venturosa democracia que, una vez más, ha hecho el prodigio de poner a España en una encrucijada, el nunca bien ponderado Viejo Profesor aparecía en la televisión para explicar a la «ciudadanía» cómo se iba rehaciendo progresivamente, nudo a nudo e hilo a hilo, la urdimbre política y administrativa del no menos venturoso quinquenio republicano, y aquella oratoria suya tan cuidada y tan fluida, con su diferenciación entre la b de burro y la v de vaca, daba la impresión, o me la daba a mí, del hilo de saliva con el que una gran araña iba poco a poco tendiendo una tela mucilaginosa y parasitaria sobre nuestra sufrida piel de toro.
Me hace volver sobre esta impresión la lectura de dos libros muy distintos de personas amigas, titulado uno Entretelas de España que, dado el momento en que aparece, habría sido más adecuado titular “Telarañas de España”, y es que, al glosar los lugares comunes de la derecha vergonzante y acomplejada, contribuye al esfuerzo de los medios de confusión y de la clase política en, dicho sea con palabras insignes, poner a España «pobre y escuálida y beoda» para que no acierte «la mano con la herida». Reconozco que la cabeza me da vueltas cuando alguien pone por los cuernos de la luna unos años, los de la monarquía de Sagunto, que merecen, por cierto, de Galdós el calificativo de «años bobos».
El otro libro es de muy otra índole, y los años transcurridos desde su aparición, en 1988, si lo han hecho envejecer, es como envejecen los buenos vinos. Es la historia de las ideas, en este caso, las del liberalismo, sobre la base de los datos y los testimonios y sin opiniones de coyuntura. Se titula el libro El liberalismo en España. Una antología, y es su autor el profesor Dalmacio Negro. El Estudio Introductorio sería de por sí exhaustivo y llega desde la dinastía austriaca hasta el final de la Segunda República, pero el mayor número de páginas corresponden a escritos importantes de protagonistas de lo que llamamos historia contemporánea, entre las Cortes de Cádiz y el Alzamiento Nacional. Sus nombres van desde el conde de Cabarrús hasta don Salvador de Madariaga, y alguno de ellos ha pasado por la Presidencia del Consejo, como Francisco Martínez de la Rosa o Antonio Cánovas del Castillo o, como Manuel Azaña, por la Jefatura del Estado.
La destitución de Alcalá-Zamora: cómo el Frente Popular acabó con el último bastión de la República
El ciclo en el que aún estamos, que arranca de 1808 con el alzamiento nacional contra los franceses y abarca hasta 1834, sería el del «liberalismo idealista», con sus primeras Constituciones, a saber, la de Bayona y la de Cádiz, en la redacción de las cuales interviene consecutivamente el ilustrado, afrancesado, liberal y lo que haga falta don Antonio Ranz Romanillos. De hecho, en un decreto de Napoleón en la Gaceta de Madrid de 11 de diciembre de 1808, «fue, como dice Martínez de la Rosa y consigna Dalmacio, quizá la primera vez que se usó en España la palabra liberal, después tan famosa en Europa, tomándola en semejante acepción». El segundo es el que va de la reina gobernadora y su Estatuto Real de 1834 hasta la Restauración de Cánovas en 1874. Dalmacio lo llama el del «liberalismo posible». El tercero, por fin, denominado el del «liberalismo imposible», sería el que se extiende de esa fecha hasta 1936.
Mi maestro don Ramón Carande definía a Napoleón como un «viajante de Constituciones» y, de hecho, no fueron la de Bayona y la de Cádiz, una por acción y otra por reacción, las únicas que el corso impuso o trató de imponer en las naciones que invadieron sus ejércitos. Aun después de haberse batido en retirada el violador, había dejado su simiente en la nación violada, y la nuestra daría así a luz, en lo que quedaba de siglo, todo un rosario de Constituciones, de las que la única que alcanzó la edad adulta fue justamente la de los «años bobos» o, como diría Pedro Laín Entralgo, del «zurcido canovista». A mi juicio, a cada régimen político hay que juzgarlo en su contexto histórico, y tanto la monarquía de Sagunto como la II República quedarían mejor y serían justificables de no ser por el empeño que pusieron en tenerlas por modelo los padres espirituales de la presente Transición.
Es muy posible que el liberalismo, objeto de las reflexiones, no solo atinadas, sino patrióticas, de la mayoría de los autores antologados, de grata lectura, aunque solo fuera por la buena pluma de casi todos, en la línea elevada de lo mejor y más loable del XIX, que es su literatura, tanto la de creación como la de pensamiento, dejara de ser posible, no en 1874 con el golpe de Sagunto, sino en 1879, con la fundación clandestina del Partido Socialista. En realidad, fue algo antes, en 1848, con las revoluciones que estallaron en toda Europa y se reveló la antinomia entre liberalismo y democracia. Otro acontecimiento de ese año, y no menor, fue la aparición del Manifiesto Comunista. Si hay alguien que haya explicado con claridad la diferencia entre liberalismo y democracia es don José Ortega, otro de los antologados, que dice al comentar esa fecha: «Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adiós revoluciones para siempre! Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución no fue más que un golpe de Estado con máscara».
Justamente en 1931, un año después de La rebelión de las masas, aparecía Técnica del golpe de Estado, cuyo primer capítulo llamaba Golpe de Estado bolchevique nada menos que a la Revolución rusa. Su autor, Curzio Malaparte, cuya vida fue una vertiginosa carrera cromática del negro al rojo -ya en 1928 había titulado Don Camaleonte un relato satírico–, iba de hecho más atrás que Ortega, pues no es en 1848 donde sitúa el primer golpe de Estado moderno, sino en 1799, con el 18 de Brumario de Napoleón Bonaparte. No les falta la razón a Ortega y a Malaparte, lo que pasa es que hay que distinguir entre el golpe que triunfa y que suele ser desde el orden establecido, como los de Józef Pilsudsky y Miguel Primo de Rivera, y los que fracasan, como el de 1917 en Rusia y el de 1936 en España, que degeneran en guerra civil.
El régimen salido de esa guerra civil desembocaría en la llamada Transición, que no se inventó sobre la marcha, sino que, como dicen autores nada sospechosos como José Carlos Mainer y Santos Juliá, llevaba treinta años exigiendo algo en lo que los españoles estábamos previamente de acuerdo, que era «fin del discurso de la guerra, reconciliación, amnistía y renuncia de la revancha» (El aprendizaje de la libertad. Madrid-Alianza 2000, pp. 26-27-) Ese era, desde luego, mi talante cuando salí por vez primera de España en 1955 y en esa creencia estuve hasta que la palabra «ruptura» se puso de moda, y vi que la llamada Transición no era como nos la pintaban los antedichos agentes de la «Operación Gramsci», sino exactamente todo lo contrario.
En este año del centenario de la muerte de Pérez Galdós, bueno será recordar a los españoles lo que don Benito escribió en el capítulo XVII de La segunda casaca:
«Mi discurso, dicho sea sin modestia, era un modelo de ese género resbaladizo, flexible y acomodaticio, que sirve, mediante hábiles perfidias de lógica y de estilo, para defender todas las ideas y pasar de uno a otro campo. Era un modelo en lo que podemos llamar el género de la transición. Yo descubría maravillosas facultades para la política».
No encuentro mejor definición de la sustancia que «el Estado Mayor de la envidia», Ortega dixit, lleva cinco lustros largos segregando a lo largo y a lo ancho de esta península que Camoens llamara «cabeça d’Europa toda».
Tras el franquismo, España inició el periodo más próspero de su historia reciente, que trajo consigo la Constitución del 78.
La décima entrega de «España en perspectiva» rinde homenaje a un político ejemplar que no ha recibido todavía el reconocimiento que su trayectoria merece.