Jesús Montiel | 19 de enero de 2020
El tiempo, si nos dedicamos a no hacer nada, se revela suficiente. Aunque se sabe la manera de multiplicarlo, está en peligro de extinción.
Un enfado con mi mujer me condujo al despacho. Allí, tomé asiento delante de la ventana y estuve detenido hasta la noche. Desde la sobremesa. Una tarde entera sentado en la que dejé a un lado las diarias prisas y me entretuve –mientras pensaba, mientras trataba de no pensar, mientras me reprochaba mi orgullo a la vez que culpaba al otro- mirando una ventana donde solo había monte, árbol sin hojas, cielo frío. Dejando que las horas pasasen delante de mí como dinosaurios. Porque transcurrieron con una lentitud insospechada. O más bien, quiero decir, revelaron su verdadera duración. Y esa lentitud me brindó descubrimientos de otro modo imposibles.
El cielo que al principio parecía acartonado se reveló cambiante, por ejemplo. Distinta a cada instante, la luz fue tornándose más frágil a medida que prosperaba el día, menos rotunda. También cambiaron las colinas: si al mediodía brillaban y lucían un aspecto festivo, acabaron siendo trágicas con la llegada de la noche. Sombras de gigantes milenarios. Y también la nieve, en la sierra, viró desde el blanco —pasando por el rojo, el violeta o el amarillo— hasta ser pura fluorescencia bajo las primeras titilaciones. Aquel cielo cambiante, siempre hermoso, era además la autopista que cruzaban torcaces, bandadas de estorninos, mirlos solitarios, petirrojos y gorriones. De modo que allí, en un sexto piso del último edificio de la zona sur de Granada, donde comienza la carretera que conduce a la sierra, había un marido triste pero asombrado que descubría alrededor un derroche creativo apabullante.
Fue una tarde en la que no transcurrí sino que fui. O mejor: el tiempo transcurrió, aunque espiritualmente. El tiempo, hasta entonces duración (kronos), se volvió oportunidad (kairos), y en él cupo la acción de gracias. Igual que una habitación descubre sus dimensiones tras despejarla de muebles, el tiempo, si nos dedicamos a no hacer nada, se revela suficiente. Aunque se sabe la manera de multiplicarlo, está en peligro de extinción. El verdadero tiempo. El único requisito es no hacer nada, algo más difícil que hacer muchas cosas. Dicho con otras palabras, la calidad aparece cuando se aparta la cantidad, una vez restamos. Si esa tarde me hubiera dedicado a mis cosas, la sensación habría sido la de la falta de tiempo. Me habría acostado con un corazón más duro, sin saber que más allá del propio ombligo, todos los días, ocurre el génesis.
El bien florece en todas partes, de modo que el enfado resultó ser una oportunidad y aquella realidad diaria pero desatendida me conmovió. Fue un estímulo para ablandarme y pedir el perdón que yo exigía al otro. Aquel cielo por el que trepaban las estrellas como niños fluorescentes, ya de noche. También nuestra soberbia, como el estiércol, abona el horizonte. No hay naufragio sin su tesoro.
El perdón no está de moda porque se asocia a la debilidad, cuando es al contrario: nunca soy más poderoso que cuando perdono.