Armando Zerolo | 19 de enero de 2021
Cuando hasta las palas se convierten en una ocasión de aleccionar al prójimo, cuando la posición de la mascarilla es la oportunidad de regañar al vecino, y cuando todo acaba siendo un pretexto para moralizar a los demás, un bolazo de nieve en la cara nos recuerda que somos más juego que negocio.
Antaño, cuando nevaba en Madrid, no había colegio, era un día de fiesta. Nos asomábamos a la ventana y veíamos las calles y los jardines cubiertos de blanco. Los copos caían despacio, no como la lluvia, que se precipita sobre el suelo, sino como láminas de pan de oro sobre un icono. Sabíamos que ese día no iríamos a clase, y que los que fuesen tendrían «recreo» casi todo el día. Era algo tácito, no reglado ni contemplado en un plan de estudios. Los acontecimientos extraordinarios no caben en la planificación docente, se disfrutan como vienen, y punto.
Este año ha empezado con mis hijos pegados a la ventana, y conmigo mirándolos mirar. Esa imagen me acompañará mucho tiempo. Según pasa el tiempo se me van cayendo las certezas, y se aviva la necesidad de observar. Algo de esto tiene que ver con el confinamiento. Demasiadas reuniones de «expertos» me mostraron que los más respetables eran los que detenían su juicio ante lo imprevisto. Los que se precipitaban con la contundencia de una tormenta hacían el ruido del trueno y sus palabras duraban lo que el rayo. El miedo exagera los juicios. Nos reconfortan las palabras contundentes cuando salen de nuestra boca, pues parece que el eco devuelve la imagen de una persona fuerte y segura al que necesita el consuelo del niño. Pero cuando el verdadero niño se asoma a la ventana no grita, ni lo publica, ni lo juzga. Tan solo pone sus dos manazas en el cristal limpio, se pega todo lo que puede, y quiere traspasar el cristal con su cuerpo y con su alma.
Pero el vaho de la respiración se acaba condensando en el frío vidrio y nos recuerda que entre nosotros y el espectáculo que contemplamos media un espacio. Si podemos ver es porque existe la ventana, pero si nos pegamos mucho dejamos de contemplar. Algo así son las ideas que tenemos en nuestra cabeza, que son como ventanales para asomarnos al mundo. Verdades duras como el cristal, transparentes cuando son limpias, opacas cuando nos apegamos a ellas.
Bajo la nieve y el hielo está el asfalto, y bajo los adoquines no estaba la playa, pero sobre la nieve se han puesto unas sillas y una mesa para tomar una caña
Y en Madrid, mientras tanto, cae la nevada del siglo. Un grueso manto cubre las calles, los coches y los tejados. Las fotografías inundan las redes sociales y la atención, por un momento, recae sobre el espectáculo. ¿Qué oculta ese telón blanco, o qué muestra?
Una capital castigada por la pandemia, cuyas calles eran tradicionalmente el espacio público para mostrar el malestar nacional, y donde casi nadie, en realidad, es madrileño. Ciudad de cafeterías más famosas por las conspiraciones que por sus caldos, de estilo decimonónico, de absenta y tertulias, de mentideros y nombres ilustres del siglo XIX, el peor siglo de nuestra historia política. El carácter de Madrid es el carácter de aquel siglo. Antes no era más que un pueblo que crecía en los arrabales del Imperio, que tenía más de corrala que de corte.
Y Madrid amanece jugando con la nieve, con guerras de bolas, esculturas y paseos peregrinos. Florece entre la nieve el carácter madrileño, el de la plaza, la caña y el patio vecinal. Los balcones con sus banderas de colores han dejado paso, de nuevo, a las calles pobladas. El miedo al prójimo, que el «virus» nos puso delante de nuestros ojos como un espejo maldito, ha cedido momentáneamente a la necesidad del reencuentro y el orgullo de ser lo que somos. Bajo la nieve y el hielo está el asfalto, y bajo los adoquines no estaba la playa, pero sobre la nieve se han puesto unas sillas y una mesa para tomar una caña.
La nieve nos ha distraído la atención de los locales cerrados, las batallas, y las crisis que nos rondan. Nieva sobre mojado, y la perspectiva de estar aislados de nuevo, ya sea por la tercera ola, o por Filomena, ha cuajado sobre nuestro ánimo con el hielo duro que sucede al deshielo. Nuestro corazón está agotado, el confinamiento ha hecho más mella de lo que parece, y los solitarios no aguantan más. Los profesores están exhaustos, necesitan sus aulas y a sus alumnos. Los padres están agotados, necesitan a sus familias, amigos y trabajos para revivir. Los comerciantes necesitan a sus clientes, los empresarios a su empresa y los abuelos a los nietos. No era la tranquilidad y el refugio de nuestras ideas lo que deseábamos. No era el confort, esa comodidad material que nos apoltrona en el sofá, lo que pedíamos. No queríamos ventanas de hormigón, sino palacios de cristal. No nos gusta la dureza del hielo, nos encandila la fragilidad de los copos de nieve cuando se mecen como cunas.
Queríamos una nana. Una canción que fuese consuelo. Cuando hasta las palas se convierten en una ocasión de aleccionar al prójimo, cuando la posición de la mascarilla es la oportunidad de regañar al vecino, y cuando todo acaba siendo un pretexto para moralizar a los demás, un bolazo de nieve en la cara nos recuerda que somos más juego que negocio, y que primero iba la devoción, y luego la obligación. Que bajo la nieve hay un malestar que necesitaba cubrirse de blanco para que pudiésemos verlo.
Necesitábamos una explosión de júbilo para recordarle al viejo Madrid que antes que corte fue corrala. La nieve ha caído sobre nosotros para mostrárnoslo. No sabemos la solución, pero al menos empezamos a entender lo que nos pasa. Saber que la realidad es vista siempre a través de un velo, y que no siempre que desvelamos las cosas las conocemos mejor, empieza a ser parte de la solución. Quizás algunos, en algún momento, aunque sea un poco, comprendan que la verdad se muestra ocultándose. Quizás podamos empezar a ver las cosas a través del cristal, pero sin pegarnos demasiado, mirando mirar.
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
El 2021 ha empezado bajo cero, como no se recordaba en décadas. Dice el refrán que será un año de bienes. Si se consigue doblegar a la COVID será más que suficiente.