Higinio Marín | 19 de enero de 2021
Épica y lírica son géneros prácticamente inarticulables en el imaginario moral occidental, que afronta desguarnecido los embates trágicos de la existencia y no es capaz de articular sin sarcasmo la dimensión cómica de la realidad.
En mi época, los niños teníamos verdadera afición al wéstern. Eran una referencia simbólica de enorme potencia pedagógica para la formación de la conciencia y la afectividad. Las aventuras de los oficiales y soldados de la caballería norteamericana dieron forma a los sentimientos de generaciones enteras. Los «fuertes» en territorio indio eran la figura de un enclave sostenido por el valor de unos pocos, siempre faltos de refuerzos y munición, frente a una marea de guerreros decididos y crueles. Su perímetro empalizado era el de la civilización y las camisas azules de los soldados, el identificativo de sus defensores.
La caballería en fila de a dos a través de praderas inacabables era la imagen del orden haciéndose valer en la naturaleza; las largas marchas a través de territorios desérticos entrenaban el ánimo de los espectadores infantiles en la nobleza de la extenuación; el vadeo organizado de los ríos en el poder de la disciplina. Las cargas en línea eran la viva imagen del coraje compartido en una camaradería enaltecida. Las defensas desesperadas pie a tierra o en los fuertes enseñaban que resistir como si hubiera esperanza era la mejor opción, incluso en situaciones perdidamente desesperadas. Los caídos en combate impresionaban en la memoria el valor de la vida que defendían con su muerte.
Y entre incursión e incursión, el romance con alguna bella mujer, las veladas al calor del hogar, el baile de oficiales y el compañerismo entre chanzas. Todo ello conducía al momento culminante de la escena del beso entre enamorados durante un baile, que, si había suerte, era casi de inmediato interrumpido por una alarma que llevaba de nuevo a los soldados a salir en sus monturas por la puerta que abría el mundo inmenso del peligro plagado de invisibles enemigos al acecho.
La épica de la cinematografía americana más clásica era, en el fondo, un canto al reducto de la vida en paz que no se espantaba ante el precio necesario para conseguirla. Los acordes con que los soldados desfilaban entre camaradas o bailaban con sus mujeres eran la banda sonora del sentido de una vida que justificaba su defensa. La vida, el amor y la muerte -las tres heridas del hombre, dice Miguel Hernández– se hilaban en un lirismo que elevaba el drama al borde de la tragedia. Pero el peligro y la muerte solo tenían sentido con relación al valor de la vida que había que poner a salvo.
La deconstrucción del género bélico de finales de los setenta en adelante no fue tanto el resultado del desencantamiento realista de la guerra, como el desfondamiento del sentido de la vida que dejaban atrás los combatientes y que los convertía en desertores de una vida diaria en descomposición. Las masacres de las dos guerras mundiales, la letalidad de la tecnología bélica moderna y la utilización de la guerra en disputas geopolíticas de las grandes potencias tuvo, sin duda, parte en la deconstrucción hiperrealista de cualquier epopeya bélica.
Pero lo que convirtió todo combate en violencia delirante y operó como el fondo del asunto fue un desfondamiento. Lo que los soldados de la filmografía del último tercio del siglo XX no tienen es una vida que retomar, un lugar al que volver. El problema fue que ya no había ‘fuerte’ que preservar, que la selva se extendía tanto detrás como delante de los combatientes porque apenas quedaba arraigo alguno en el mundo que defendían.
No hay épica sin el poder de asumir la tragedia y la comedia desde una lírica capaz. Como no hay sentido para la vida que no sea capaz de componer una relación trágica pero esperanzada entre el amor y la muerte
Incluso en la filmografía más atemperada -pienso, por ejemplo, en Tierra hostil, The Hurt Locker, 2009-, donde los soldados todavía son reconociblemente valientes, como carecen del todo de una vida que retomar su valor se transforma en adicción cuasi suicida al riesgo. En esta nueva ‘épica’, dice Claudio Magris, la pérdida del sentido se ha consumado en «el individuo que ya no experimenta la necesidad de buscarlo».
Esa mirada de descreído desengaño encontró alimento cuando se fijó en la realidad de la conquista del Oeste americano. Muy lejos de su idealización épica, la expansión de los EE.UU. hacia el oeste se compuso de un rosario de atrocidades, expediciones de acoso, pactos incumplidos, racismo y, al final, la práctica extinción de la población autóctona de América del Norte.
Los indios, ciertamente guerreros feroces, apenas atacaron nunca un fuerte; Custer no fue un héroe, sino un ególatra responsable de la muerte de todos los hombres bajo su mando; las tribus indias fueron masacradas, sojuzgadas y perseguidas inhumanamente muchas más veces de lo que ellas mataron o martirizaron. Ciertamente, los indios no fueron los precursores del pacifismo ecologista y hippy que los reivindicó durante los años setenta. Pero no es menos cierto que en conjunto había poco que enaltecer en los hechos y los años ambientados en la épica cinematográfica norteamericana. Las generaciones que habían fiado en la heroica y justa causa del hombre blanco americano tenían mucho que reconsiderar al respecto porque, a diferencia de otros géneros narrativos, la épica no es del todo indiferente a la verdad histórica a la que alude.
De hecho, la crisis de la épica a finales del pasado siglo tenía como correlato la más amplia y abismal crisis de la verdad en la cultura occidental. Así que la propia idealización cinematográfica de la conquista del Oeste y de las sucesivas contiendas bélicas había contribuido al socavamiento de la dimensión épica de la cultura y de las conciencias y afectividades a las que dejó huérfanas de una epopeya verdadera, y no tanto en sentido histórico como antropológico. Desde entonces, épica y lírica son géneros prácticamente inarticulables en el imaginario moral occidental que, consiguientemente, afronta desguarnecido y en estampida los embates trágicos de la existencia y no es capaz de articular sin sarcasmo la dimensión cómica de la realidad.
Así como la caballería medieval y su espíritu sucumbió al surgimiento de la pólvora, las armas de fuego, la formación de los ejércitos y de los Estados modernos (Historia de la guerra, J. Keegan, 2004), la épica belica entró en crisis, desde luego, por el devastador poder de la estatalización tecnológica e industrializada de ejércitos anonimizados. Pero la crisis contemporánea de la épica como género deriva, sobre todo, de un acontecimiento del espíritu que lo hizo incapaz de lograr síntesis épicas de las dimensiones trágicas, líricas y cómicas de la vida corriente y, por añadidura, de sus avatares más excepcionales; y, más en particular, de la incapacidad de componer una justificación lírica de la épica, es decir, de concebir y cantar un amor capaz de dar sentido a la muerte.
Sin su núcleo lírico -ese que obligaba a la escena del beso, el hogar y el baile, o a tomar a Dulcinea como señora-, la épica decae en celebración de la fuerza. La belicosidad se justifica en la mansedumbre que inclina a la paz, la victoria en la clemencia, la derrota en la resistencia pertinaz, y el combate mismo y la determinación de infligir daño solo se reviste de sentido por la calidez que se quiere preservar y su natural inclinación a la indulgencia. Como enseñó Tolkien, solo la épica que no expulsa la misericordia de la consideración del enemigo es capaz de justificar el empeño de combatirlo hasta su derrota o destrucción, si es que se hiciera inevitable.
No hay batalla del espíritu que no se dirima en los campos del sentido que son los géneros narrativos con los que los hombres nos contamos lo que hacemos y nos hacemos unos a otros y lo que nos ocurre por todo ello. No hay épica sin el poder de asumir la tragedia y la comedia desde una lírica capaz. Como no hay sentido para la vida que no sea capaz de componer una relación trágica pero esperanzada entre el amor y la muerte. En la ecuación entre la vida, la muerte y el amor es la lírica la que hace capaz de asumir la tragedia desde la épica y, consiguientemente, de evitar que la visión épica de la vida se desangre en la tragedia, o, todavía peor, en la comedia bufa y amarga del absurdo.
Cuando el Quijote tomó por señora a Dulcinea señalaba paródicamente ese núcleo lírico de la epopeya. Y si el aliento épico no se deshace en la forma irónica e indulgente de la parodia cervantina es porque en sus desventuras subsiste una verdad capaz de sobrevivir a su ridículo: que hay más humanidad en el delirio caballeresco del hidalgo que en la cordura prosaica de los que se mofan sin reconocerse en el desdichado. Por el contrario, la sonrisa boba es el homenaje que el humor rinde a la flaqueante grandeza de lo épico en el hombre.
La épica y la tragedia o la comedia no son solo géneros narrativos, sino que reflejan dimensiones de la existencia y de la civilización. De ahí que la ruina de la épica no sea un fenómeno meramente literario sino existencial, antropológico y cultural en toda su amplitud. No hay una visión del mundo y de la vida que pueda hacerse valer y encontrar arraigo en los hombres sin la fertilidad de una inspiración lírica con potencia creativa para su expresión en todos los géneros narrativos. Para tener por qué luchar, hay que tener qué cantar.