Vidal Arranz | 19 de junio de 2021
El movimiento de los célibes involuntarios, con 50 muertes en atentado a sus espaldas, es uno de los peores daños colaterales de la revolución sexual.
Los incels, acrónimo de la expresión inglesa involuntarily celibate (célibes involuntarios), ha dado mucho que hablar en los últimos años en Estados Unidos, donde han cometido seis atentados terroristas entre 2014 y 2019. Aquí, en España, donde los ecos de aquellos atentados han llegado mitigados, los incels han sido presentados, sobre todo, como una expresión más de la extrema derecha en las redes, y como una muestra de ese antifeminismo misógino que surge, como reacción, por el avance feminista.
Sin embargo, y más allá de las etiquetas fáciles, cabe afirmar que el retrato que los estudios existentes ofrecen sobre los incels invita a identificarlos, más bien, como progres renegados o descarriados. Y, si son víctimas de algo, lo son fundamentalmente de las carencias y promesas fallidas de la revolución sexual.
Homo Criminalis
Paz Velasco de la Fuente
Ariel
496 págs.
18,90€
Quizás convendría empezar por el principio, por una explicación suficiente del origen y las características de este movimiento. Y el último libro de la criminóloga Paz Velasco de la Fuente, Homo Criminalis, nos será de gran ayuda para este fin, pues le dedica un capítulo íntegro al fenómeno. Allí descubrimos, por ejemplo, que el término ‘incel’ fue inventado por una mujer, Alana, una artista de Toronto, y que, en un primer momento, los incels se reunían en un foro para solteros en el que hombres y mujeres compartían sus problemas para relacionarse con el otro sexo. Había quejas y lamentos, pero la situación no pasaba de ahí.
A partir del año 2000, sin embargo, la comunidad incel se rompe en dos grupos. El primero de ellos, reunido en IncelSupport, mantenía la filosofía inicial de ser un foro abierto y con moderadores, para evitar excesos misóginos y verbales. Pero el segundo grupo (que interactuaba en Loveshy) «tenía libertad absoluta para desahogarse y culpar abiertamente a las mujeres de su falta de relaciones sexuales», según explica De la Fuente.
Con el paso del tiempo, la comunidad incel se fue radicalizando y volviendo cada vez más homogénea y masculina, hasta llegar al atentado cometido por Elliot Rodger, con 22 años, en 2014, en California, en el que mató a siete personas e hirió a otras trece más, mediante el uso de armas de fuego y blancas. Este atentado encenderá las alarmas y será el primer estallido de una serie que luego ha sumado otros rebrotes inesperados en Oregón (Chris Harper Mercer, 2016), Nuevo México (William Atchinson, 2017), Florida (Nikolas Cruz, 2018), Toronto (Alek Minassian, 2018) y Florida de nuevo (Scott Paul Beierie, 2019). El balance total es impactante: 49 víctimas mortales y cerca de 60 heridos. En cuatro de los seis atentados, el autor de la masacre se suicidó.
Rodger presentó su atentado como un acto de desagravio que él mismo denominó el Día de la Retribución en un manifiesto póstumo grabado en vídeo en el coche donde se quitó la vida. Su trágica «gesta» le hizo merecedor entre sus seguidores del sorprendente título de Caballero Supremo, lo que ilustra bien acerca de su impúdica tendencia a las distorsiones.
En su vídeo póstumo, Rodger habla de su aislamiento, de su dolorosa soledad y del estigma social que suponía para él ser virgen a los 22 años, en lo que viene a ser una de las mejores descripciones del conflicto íntimo que apresa a este colectivo. En el mensaje queda claro que la frustración de Rodger se dirige en primer lugar contra un mundo que no es «como debería» y, en segundo término, se concreta en el desprecio hacia los hombres y las mujeres atractivos y sexualmente activos, a los que él mismo estereotipó con los nombres despectivos de Chads y Stacys.
Los estudios que conocemos sobre la forma de pensar de los incel reflejan un deseo de volver al mundo «prefeminista», que conciben de una forma igualmente deformada como un universo en el que los hombres, todos ellos, incluso los no atractivos, tenían más posibilidades de lograr parejas sexuales. En su ideario se trasluce rechazo hacia la libertad de elección de las mujeres, pero su base es el resentimiento. «El problema no es tanto que ellas elijan, como que no me elijan a mí», sería el resumen.
Colocar en el centro de este universo la misoginia, que sin duda es un rasgo marcado y muy presente, contribuye más bien a desenfocar la cuestión. El resentimiento de los incels, también de la base social que no comete atentados, refleja, sobre todo, una enorme frustración que tiene su origen en la constatación de que la gran promesa de la revolución sexual -suprimiremos todas las formas de represión y habrá sexo para todos- no se cumple.
La revolución sexual puso en primer lugar el deseo, y desplazó, o aniquiló, los rituales y procesos de acercamiento entre los sexos, de modo que, hoy, los más torpes en cuanto a sus habilidades sociales se encuentran desasistidos. Este es un problema real que está en el trasfondo del fenómeno incel y, como tal, delata una de las vías de agua abiertas por la gran transformación que las sociedades occidentales afrontaron a partir de los años sesenta en el terreno sexual. Una caja de Pandora de la que salieron, como es lógico, unas cuantas realidades positivas y otras que han resultado ser auténticas maldiciones.
Los incels son también hijos de una cultura que ha criminalizado la virginidad, considerándola poco menos que un signo de atraso (si es voluntaria) o de fracaso (si es forzada). Esta cultura de las hermandades, del sexo fácil y sin consecuencias, que considera casi una «obligación moral» haber perdido la virginidad antes de llegar a la universidad, es inequívocamente progre, al margen de que los progres de hoy puedan no reconocerse en ella.
Esta «cultura» de problematización de la virginidad ha hallado en el cine un generoso caldo de cultivo que se inició con películas como Desmadre a la americana, siguió con las distintas entregas de Porky’s, y se ha mantenido actual durante mucho tiempo con la serie de películas American pie. Añadamos la existencia de obras tan explícitas como El último americano virgen o Virgen a los 40, por citar solo algunas de las más conocidas y populares. Las típicas películas de despertar sexual adolescente, a partir de los 80, incluidas las más blandas de Los albóndigas, por ejemplo, han ido generalmente acompañadas de una constante dramatización del virgen, de la que los incels son un subproducto que casi podemos considerar inevitable.
Todo esto tiene poco que ver con cultura conservadora, donde la virginidad no solo no es un problema, sino que es la situación normal en tanto no se ha formalizado una relación estable con una pareja amada y con la intención de constituir una familia. Los incel idealizan este modelo, que ven, de forma distorsionada, como más garantista de sus derechos sexuales, ignorando que para la visión asentada en la tradición el sexo no es un derecho, y menos un capricho, sino una expresión afectiva y amorosa.
Por ello, la convicción incel de que lo único que importa en la relación entre un hombre y una mujer es la genitalidad y que, de cara a conseguirla, lo decisivo es responder a unos determinados parámetros de atractivo sexual estimulados por la competición social, revela un desconocimiento profundo de la vida afectiva y de sus meandros emocionales. Los incels no son capaces de reconocer sus necesidades afectivas de fondo y las encubren en forma de un machismo infantil y una misoginia grotesca.
Hay, por tanto, una incapacidad para entender la vida tal y como es -en la que las relaciones afectivas son laboriosas, llevan tiempo y exigen paciencia, especialmente si te las tomas en serio-, unida a una intolerancia a la frustración tan marcada que es posible que un joven de 22 años, que apenas está empezando a vivir, pueda verse ya como un fracasado sin remedio. Esta incapacidad para gestionar la dificultad puede legítimamente asociarse con todas esas pedagogías progresistas que les dicen a los niños que tienen derecho a ser felices porque sí, al margen de sus capacidades y del esfuerzo y habilidades que desarrollen.
En la medida en que los criterios impulsados por la liberación sexual invitaban a derribar límites y represiones pueden considerarse causa indirecta de un aumento de las agresiones sexuales. Es la convicción de que los frenos morales, o los reparos personales, son propios de «mentes estrechas» y «reprimidas» la que ha proporcionado una cierta legitimación a los moscones, los pesados y los acosadores, y la que ha llevado también a decir «sí», cuando en realidad querían decir «no», a muchas mujeres. Fenómenos todos ellos, por cierto, que no guardan relación alguna con el patriarcado, ese fantasma al que tanto gusta endosarle muertos ajenos y miserias propias.
Un sujeto que se autodenomina «incel» está expresando su identidad social, no su identidad personalPaz Velasco de la Fuente, Homo Criminalis
Ante el desbordamiento provocado por la proliferación de este sexo ocasional desregulado, y sujeto a confusiones, el feminismo ha levantado el muro del consentimiento. Que en España quiere llevarse al límite de lo estricto con la famosa y discutida ley del «sólo sí es sí». De este modo, se intenta poner freno a algunas de las consecuencias más perversas de la revolución sexual sin tocar sus principios y fundamentos. Pero al precio de desnaturalizar todavía más las, de por sí, complejas relaciones entre sexos, que cada vez son más confusas y equívocas, debido no solo a la supresión de las normas y los códigos que antes facilitaban los acercamientos, sino, en esta nueva etapa, a la eliminación incluso de los sobreentendidos, o a su problematización.
Añadamos, además, que el movimiento incel tiene todos los rasgos de un movimiento identitario. «Un sujeto que se autodenomina incel está expresando su identidad social, no su identidad personal», explica Paz Velasco. Esto es, está definiendo su identidad personal por una situación que no ha elegido, del mismo modo que hacen los identitarismos feministas, lgtb, los basados en la raza, etc. Y, de modo similar a como ocurre con aquellos, la identidad incel sirve para deprimirse, quejarse y sumarse al gran mercado del victimismo social que padecemos.
Con todo, lo verdaderamente revelador es entender que los incels no son víctimas de la liberación y autonomía femenina, como tantas veces se afirma, sino de la destrucción de la cultura del amor, en favor de la sobrevaloración de los impulsos y los instintos, provocada por los cambios sociales desatados a partir de los años 60. Lo resume bien Gabriele Kuby, autora de La Revolución Sexual Global. La destrucción de la libertad en nombre de la libertad: «Este libro parte de la premisa básica de que el hermoso regalo de la sexualidad requiere ser cultivado si queremos que la gente tenga relaciones logradas y una vida lograda. De lo contrario, la actuación grosera de todos los deseos distorsionará a la persona y a la cultura». Una distorsión que genera consecuencias, como también nuevas víctimas: nuevos caídos en la cuneta de la posmodernidad. Como los incels.
Mary Eberstad sostiene que la revolución sexual ha provocado que miles de personas vean las políticas de identidad como un modo de ubicarse socialmente y una estrategia de supervivencia.
El consumo de la pornografía aumenta en los menores. El bloqueo tecnológico que proponen los políticos no servirá si no se trabaja en vincular sexualidad y amor.