Manuel Sánchez de Diego | 20 de abril de 2020
Cuando acabe la pandemia, en nuestra alma se introducirá un pequeño temor a que nos haga bajar del pedestal al que se subió la humanidad.
Posiblemente venceremos al coronavirus. Nuestro cuerpo creará anticuerpos. El desvelo de médicos, enfermeros y demás personal sanitario logrará sanar a aquellos que han estado conectados a un respirador, porque sus pulmones no podían hacerlo solos. Los científicos investigarán y conseguirán una vacuna, un antiviral, un remedio universal. Los militares, los transportistas, las limpiadoras de hospitales, los policías, los repartidores, los trabajadores de los supermercados y del pequeño comercio, todos habrán puesto su granito de arena o incluso su gran piedra para construir esa muralla que defienda a la humanidad. Incluso nuestro confinamiento en el hogar habrá servido para parar una pandemia.
El mundo se ha parado, la Tierra ha podido respirar tranquila y, nosotros, casi también. Cuando animales salvajes han invadido nuestras carreteras y las calles que hemos abandonado para resguardarnos en el castillo de nuestro hogar. Cuando en las grandes ciudades los niveles de polución han disminuido drásticamente. Cuando llamamos a amigos casi perdidos para saber si están bien. Cuando hemos temido por nuestra vida y por la de nuestros mayores. Cuando añoramos a amigos y familiares que han fallecido, y esa ausencia nos acompañará siempre hasta que el tiempo la difumine. Cuando nos hemos admirado y emocionado por todos aquellos que están en primera línea. Cuando hemos descubierto que tenemos vecinos que aplauden igual que nosotros. Cuando ha pasado todo esto, algo se nos ha quedado en el alma.
Esa alma que estaba conformada por la complacencia, el consumismo, un cierto pasotismo, egoísmo y hedonismo galopante, un escurrir el bulto y, ante cualquier dificultad, se responsabilizaba al prójimo.
Por eso mismo, cuando pase esta crisis se buscarán culpables. Al presidente del Gobierno se le hará responsable de la falta de previsión. Se dirá que después del estado de alarma no supo coordinar la sanidad de todas las comunidades autónomas. Se sacarán del olvido sus declaraciones como líder de la oposición cuando pidió el cese de la ministra de Sanidad del PP por una enfermera española contagiada de ébola -que, por cierto, finalmente se curó-.
Se criticará a la Unión Europea por su falta de solidaridad y aumentará el número de euroescépticos en España. Incluso se pedirán responsabilidades a China porque en su territorio apareció el primer brote de coronavirus. China se defenderá diciendo que fue un ataque de Estados Unidos y, así, unos por otros nos hurtarán el conocimiento de lo que realmente ocurrió. Existirá una mayor desconfianza tanto a nivel nacional como internacional, por eso no volveremos a ser los mismos.
La verdad es que “nos creíamos dioses y eso se está viniendo abajo”, ha dicho el director de la RAE, Santiago Muñoz Machado. A partir de ahora, en nuestra alma se introducirá un pequeño temor a que nos haga bajar del pedestal al que se subió la humanidad. Y eso es bueno, porque de la duda surge la audacia controlada, la reflexión y la cautela en nuestros actos. Acciones de dioses con pies de barro. Y en esto, en el alma, también nos cambiará esta crisis.
Ahora, esa alma puede despertar del letargo y empezar a apreciar la vida, la alegría, el compañerismo, el sol y el viento, y a deleitarse con el tiempo, ese gran déficit de nuestro pasado, que ahora deberemos respetarlo más y disfrutarlo en compañía de aquellos que nos quieren. Porque nuestra vida, al menos esta vida, es temporal.
Llegan generaciones sedientas, anémicas en el plano espiritual, sin referentes, que suplican un corazón de carne.
Los estudios para encontrar una vacuna, la mejora de los tratamientos, la llegada del calor… hay motivos para la esperanza frente al coronavirus.