Marcelo López Cambronero | 21 de abril de 2021
Los sensatos buscan adormecernos con sus nanas, cambiarnos el paso, girarnos la vista. Intentan evitar que miremos el abismo que siempre amenaza tras la próxima zancada.
Hay gente, seguramente muy sensata, que intenta convencernos de que la verdadera felicidad está en los pequeños detalles. Nos hablan de flores que se desperezan con los primeros rayos, del colorido canto de los pájaros en celo, de la soledad noctámbula de una calle iluminada en los minutos previos al alba o del cariñoso gesto del esposo que calienta el té de su mujer para que lo tenga a punto cuando entre por la puerta.
Yo, sin embargo, no me conformo, no me resigno. No me parecen suficientes los matices tiernos de la realidad, aunque comprendo que no se tengan que considerar meras paparruchas.
Hay un punto, en la vida o en mi vida, en el que los signos y los testimonios, las acciones o las epifanías que anuncian una grandeza más allá de lo que vemos no son bastante. Percibo un no sé qué de fingimiento, de doblez, en la manía de hipostasiar menudencias, una especie de resignación a las minucias que enmascara y tuerce la naturaleza de nuestro deseo.
El tiempo nos devora y nunca cede, y lo que ayer hizo brillar el alma con profundos destellos no es hoy más que un recuerdo
¿No será que nos apocamos por pereza y, después, le damos a todo un cierto toque histriónico? ¿No resultará que nos embelesamos con los pétalos menudos, con el reflejo ondulante de la lluvia sobre los adoquines, con todos esos leves dones del mundo, para esquivar el verdadero grito de nuestro corazón, acompasándolo a las pocas fruslerías que nos acompañan?
¿Y qué habremos de hacer, dirán algunos, si de la inmensa sinfonía del cosmos apenas llegan a nosotros, y apocados, los rítmicos tintineos del que toda los platillos? ¿Valdrá más seguir el compás con el pie y esbozar una sonrisa que quejarnos de la debilidad de nuestro oído y asolar la ciudad con un agudo alarido?
Pero a mí, será que es primavera, todo se me antoja poco. No. No me conformo, no me resigno. Me pongo a contraluz de los poetas y los increpo. ¡No me convencerán vuestros cantos! ¡No seré yo quien levante odas al amor contemplando una carroña, ni el que percibirá en la infraleve sombra que desaparece del espejo el rumor del mar lejano!
Nada me colma. No me bastaría con haber visto arder naves de ataque en el hombro de Orión, ni con que la aurora boreal se hubiese despedazado en retazos de añil y verde sobre mi cabeza. Ni siquiera entonces podría decir «¡ya está!». El tiempo nos devora y nunca cede, y lo que ayer hizo brillar el alma con profundos destellos no es hoy más que un recuerdo. ¿Tendré que amoldarme a lo que fue, como si mis anhelos se hubiesen apagado y no me atenazaran también ahora? Y si llenara cada instante de experiencias asombrosas, ¿acaso así alcanzaría una paz duradera?
¿Por qué se da vida al hombre si su camino está oculto y Dios le ha cercado?Job 3, 20-23
Nuestra carne está vestida de gusanos y de costras de polvo y, a la vez, sueña con los últimos confines y aspira a apresar en el puño la esencia misma de las cosas. Mientras, los sensatos buscan adormecernos con sus nanas, cambiarnos el paso, girarnos la vista. Intentan evitar que miremos el abismo que siempre amenaza tras la próxima zancada.
Me pregunto si es mejor caer en el engaño, mecernos en el sueño o, al contrario, mirar la existencia de frente, con su banalidad descabellada y sus estrafalarias aporías. No sé si podremos mantener el equilibrio mucho tiempo si nos erguimos en las azoteas como las inquietantes figuras que Anthony Gormley encaramó a los rascacielos de Hong-Kong: hombres de bronce que se mantenían, hieráticos, siempre a un solo paso del vacío.
Dicen que cuando un ser humano reconoce que está en el desierto inmediatamente deja de pertenecer al desierto, pero me pregunto, ¿y ahora a qué o a quién pertenece? ¿No sigue arrastrado en las sandalias el peso de la arena? ¿Es que ha dejado el Sol de crujirle las costuras? ¿Le servirá de algo alejarse con la mente hacia llanuras feraces? El desierto no es buen sitio para detenerse: cuando nos damos cuenta de que estamos en su interior, lo más conveniente es salir corriendo.
Solo otro, un tú presente, un tú tan limitado como el yo, puede recoger nuestros despojos para maridarlos con los suyos
Es posible que asumir nuestra condición humana nos lleve irremediablemente a clamar desesperadamente, como Job: «¿Por qué se da vida al hombre si su camino está oculto y Dios le ha cercado?». Pero si Él nos ha encerrado en una subjetividad a veces oscura, incluso autodestructiva, si no sabemos cuál es la senda que puede acercarnos a las fuentes de una vida pura y feliz, también lo es que no estamos solos.
No será la estúpida materia, por muy sensual que se nos ponga enfrente, ni los giros de los astros ni el esplendor del amanecer: tiene que ser otro —otro que se muestre como misterio de igual calado, otro que traiga ojos cuyo fondo nunca podrá alcanzarse— el que venga a rescatarnos. Otro que es bien verdad que nunca podrá colmarnos, otro que tendrá que sufrir a nuestro lado la travesía de una realidad siempre incompleta. Aquí donde estamos ni siquiera Dios nos consigue acompañar lo suficiente. Más bien se nos acaba escabullendo en un suspiro. Por eso, insisto, solo otro, un tú presente, un tú tan limitado como el yo, puede recoger nuestros despojos para maridarlos con los suyos.
Y será allí, en la débil carne de la compañía, navegando en un mar sin orillas, como podremos tal vez, si el destino se pone por una vez de nuestra parte, encontrar a alguien en quien amando podamos sentir la preferencia de Dios.
No creo que vayamos a salir mejores de todo esto porque sí, porque nos lo propongamos. Algo habrá que hacer, y no sé qué es. Solo sé que el mapa de nuestra sociedad es el cansancio, y de eso sí estoy seguro.
El profesor Alfonso López Quintás es uno de los pensadores más destacados de Hispanoamérica y un referente en el humanismo cristiano.