Jesús Montiel | 21 de diciembre de 2019
Llegan generaciones sedientas, anémicas en el plano espiritual, sin referentes, que suplican un corazón de carne.
Veo un videoclip de dos raperos de moda. Una letra poco amable, escrita para llamar la atención. Niños con miedo, en realidad, ocultos tras una expresión avinagrada. Y siento piedad mientras los oigo. Me conmueven sus blasfemias, las poses que adoptan frente a la cámara mientras inhalan el humo de un porro. Tanta fragilidad escondida tras una máscara de tipos duros. Me acuerdo al verlos de mí. No hace mucho yo era ese mismo enfado con el mundo. Su misma rabia. Una rabia sana, necesaria para crecer. El problema es que esta rabia necesaria de los dos raperos no tendrá respuesta. En Occidente no hay nada que solucione su evidente orfandad. De hecho, dan la impresión, pese a su ferocidad, de ser soldados en una guerra que saben perdida desde el principio: la del significado.
Ellos cantan contra el sistema y su tristeza les da la razón: el sistema está podrido porque, miradnos, engendra personas estériles, jóvenes que responden al nuevo paradigma que perpetúa la edad del ombligo y rehúye el compromiso. Descreídos, presos de una apatía metafísica que impregna sus existencias planas. Planas porque se ha diluido aquella frontera que había entre la vida adolescente y la adulta: ya no queda rastro de un progreso, el paso del parasitismo a la responsabilidad. La juventud es el nuevo becerro dorado. El single su creyente. Como tantos jóvenes -como mis alumnos, la mayoría-, estos dos raperos, pobres, alargarán indefinidamente su crisis adolescente volviéndola rentable.
Y me pregunto, ¿qué ha pasado para que ahora yo tenga una vida distinta? ¿Qué me ha convertido en un adulto y me ha alejado de Peter Pan? Sin duda ha sido el amor. El amor me ha regalado un horizonte. Mi familia, mis hijos. El hecho de no vivir ya como vivía con veinte años no se debe a una estabilidad laboral ni a una mayor solvencia económica, sino que nace de la vida interior algo que al sistema no le importa. Hablo de la fe. Un amor antirromántico. A los Gobiernos les da lo mismo que nuestro corazón sea un templo vacío. Les interesa adormilar su hambre con el sedante colectivo que es el reino material. Es este amor divino, sin embargo, el que insufla respiración a lo que vendrá. Un amor que no se le ofrece a los dos infelices veinteañeros que atacan al sistema, que esperan un cielo nuevo. Algo que los ablande.
Llegan generaciones sedientas, anémicas en el plano espiritual, sin referentes, que suplican un corazón de carne. Jóvenes vacíos, relativistas, cuya insatisfacción es una alarma anticendios. No obstante, no hay motivos para el fatalismo. Toda crisis lleva aparejada un nacimiento. La crisis purifica y nos ayuda a ver que hoy, más que nunca, urge salvaguardar todo lo humano. Regresar. Porque el regreso es un progreso, en ocasiones. Y ha llegado el momento de volver a los mitos y los dioses. Es la hora del alma.
Para el creyente no hay una frontera tajante entre la vida eterna y esta otra. Nada mejor, para vivir bien esta vida, que el horizonte de la eternidad.
El perdón no está de moda porque se asocia a la debilidad, cuando es al contrario: nunca soy más poderoso que cuando perdono.