Santiago Huvelle | 22 de enero de 2021
La aprobación del aborto en Argentina dejó imágenes de mística colectiva entre adolescentes muy cercanas a los mitos dionisíacos.
Para llegar al trabajo, un instituto de Buenos Aires, tenía que cruzar cada día la plaza del Congreso, donde la avenida Callao se transforma en Entre Ríos. Lo hacía caminando, distraído, repasando mentalmente la clase del día, que solía consistir en algún presocrático, pues el curso se me iba hablando del logos griego. Muchas veces me ocurrió pararme en seco y reírme de mí mismo: era habitual que al pasar junto al Palacio del Congreso me hiciera, distraído, la señal de la cruz. Tardaba siempre unos segundos en caer en la cuenta de que aquello no era una iglesia o catedral, sino otro tipo de espacio sagrado.
A pesar del exceso del edificio y todo su romanticismo decimonónico, no hay en Argentina un culto religioso a la Nación que sobresalga especialmente entre los países americanos, todos jóvenes y ansiosos por darse una identidad a través de sus mitos nacionales y democráticos. En lo que sí destaca es en lo descomunal de su pasión por sí misma como objeto. El característico fervor religioso «en general» de los argentinos se exacerba cuando se materializa en la idea de nación. El fútbol y los deportes levantan pasiones, pero el Mundial es la fiesta religiosa más importante que se vive cada cuatro años. La bandera es un reclamo publicitario que cotiza y los logros individuales o colectivos de los argentinos en cualquier campo (ciencia, deporte, literatura, arte) son exhibidos por todo argentino como propios, con orgullo no disimulado. Hay un ansia grande respecto a la cuestión de la identidad, del quién soy, lo que explica el éxito total y absoluto del psicoanálisis, dentro y fuera del consultorio.
El 13 de junio de 2018, se presentó el proyecto de ley para el aborto y fue aprobado en la Cámara de Diputados, aunque el proyecto sería rechazado poco después por el Senado. Recuerdo muy bien ese día. Hacía mucho frío, y era difícil caminar por los alrededores del Congreso. A un lado, la «marea verde», consistente principalmente en mujeres de quince a treinta años. Al otro lado, manifestantes «celestes» provida, constituido por un grupo menos homogéneo, similar en el reparto de hombres y mujeres y con un abanico de edades más amplio. Lo particular de este segundo grupo era la presencia de manifestantes venidos del interior del país, frente a la presencia mayoritariamente porteña de los verdes. Otra característica diferenciadora era la presencia de símbolos religiosos del lado celeste, donde uno podía encontrarse corrillos de personas pertenecientes a la Iglesia católica y a diversas iglesias evangélicas que se unían para rezar juntos el Padre Nuestro.
La presencia de la Iglesia católica y otras organizaciones religiosas (cristianas evangélicas, judías) contrastaba con la ausencia religiosa de los verdes, exceptuando algún grupo surrealista, como Católicas por el derecho a decidir. De hecho, el bando verde recriminaba en redes sociales y en la calle lo que veían como una injerencia ilegítima de la religión en la arena pública, con mensajes del tipo: «Saquen sus rosarios de nuestros ovarios». Y, sin embargo, al caminar entre las filas de la marea verde uno tenía la sensación de estar asistiendo a la consumación pública de una religión nueva. Uno podía distinguir las fieles más comprometidas por su estética feroz y desgarbada (como la portada del libro Feminismo para Jóvenas). Había hogueras para calentarse y compartir la comida, música rítmica, cantos a viva voz, pancartas con lemas en lenguaje inclusivo, bailes, performances.
Lo más llamativo era el aire de mística colectiva que se respiraba entre las adolescentes, compenetradas en esta fiesta mimética, y que dejaba en evidencia la extrañeza de los hombres que vagaban como perdidos entre el gentío, con su distintivo verde bien a la vista, apenas tolerados, aliados intrusos que no participaban más que de espectadores. Como puede verse en las imágenes de aquel día, el clímax llegó en el momento de la votación: mujeres llorando nerviosas, alzando la vista al cielo o cerrando los ojos, abrazadas, mordiéndose los labios. Y cuando se obtuvo la aprobación, un estallido de júbilo colectivo, más abrazos, saltos, cánticos y otras expresiones de euforia.
Dionisíaco es un término que se ajustaría bastante bien al espectáculo, e imagino que encantaría a muchas de las manifestantes, así como la identificación de sí mismas con unas nuevas bacantes. Los misterios dionisíacos atraían en la antigua Grecia a aquellas personas que quedaban marginadas por la religión cívica, especialmente a las mujeres. Por otro lado, desde Nietzsche en adelante, dionisíaca es la alternativa a lo que llaman logocentrismo occidental. Estos dos reclamos casan muy bien con la narrativa nacida en los sesenta, vigente y a flor de piel en la versión argentina del movimiento woke americano.
El pañuelo verde con una consciente apropiación simbólica -identificándose como las continuadoras de las sufragistas y las madres y abuelas de la Plaza de Mayo, pioneras en la lucha protagonizada por las mujeres de la sociedad argentina; el color verde de la esperanza y la vida- prendió en Argentina como la pólvora. Su magnetismo solo puede explicarse por el poder implícito que tiene, el poder de diferenciar en un marco de crisis identitaria y redes sociales. Como recoge Mary Eberstadt de una cita de Schlesinger: «Mientras más personas se sientan a la deriva en un mar vasto, impersonal y anónimo, más desesperadamente nadan hacia cualquier bote salvavidas que les resulte familiar, inteligible y protector; tanto más anhelan una política identitaria».
La periodista y activista feminista Luciana Peker tituló su libro sobre la historia del movimiento que desembocó en la marea verde La revolución de las hijas. Un título más completo hubiera sido: la revolución de las hijas… sin padres. Everstadt, en su obra Gritos primigenios (Madrid 2020), arguye, con datos sociológicos precisos, que el clamor identitario es «una estridente criatura de nuestro tiempo, nacida de la liquidación familiar». Los marcos tradicionales que amparan al individuo en el proceso identitario de encontrarse a sí mismo, familia y comunidad religiosa han sido, según esta investigadora, roídos y deshechos por las consecuencias de la revolución sexual.
La precaria situación existencial que provoca una infancia disfuncional aviva el ansia de identidad, pertenencia y seguridad colectiva. En definitiva, deja al individuo solo y perdido, sin un marco orientativo o unas coordenadas existenciales básicas sobre las que apoyarse para esquivar el vértigo de la propia nada. Deja al individuo desamparado ante lo que Mircea Eliade llama lo caótico, lo homogéneo e indiferente, lo profano que amenaza con devorar al hombre. Y aquello que René Girard, desde otra mirada a mi modo de ver complementaria, designa como crisis de indiferenciación. Es en este punto donde la necesidad de lo sagrado -ordenamiento, diferenciación, orientación- se hace acuciante. Y lo que explica el extraño aroma sagrado de aquella manifestación pública de la «marea verde».
Al caminar entre las filas de la marea verde uno tenía la sensación de estar asistiendo a la consumación pública de una religión nueva
La nueva sociedad que se va gestando en este proceso necesita de un sacrificio, de una víctima culpable sobre la que el ansia disgregadora de los individuos indiferenciados se reúna unánimemente en un acto de violencia colectiva. La víctima culpable -«aborto legal para no morir»- es el otro, el extranjero «de mi cuerpo», que es a la vez causa material de la muerte de mujeres que practican abortos clandestinos, y a la vez cómplice de un sistema de opresión patriarcal que ha producido, en palabras del filósofo «aliade» de la causa, Darío Sztajnszrajber, la «naturalización del cuerpo de la mujer como receptáculo reproductor que la ha condenado a la desapropiación de su propia autonomía».
En Las bacantes de Eurípides es la madre la que con más ahínco se ceba en la matanza de Penteo, su hijo. En el mito de las Minieides, las princesas reales de Orcómeno poseídas por la locura dionisíaca acaban por desmembrar a uno de sus hijos para devorarlo. Las mujeres filicidas lo son por haberse negado en un primer momento a participar de la experiencia dionisíaca, dado que «deseaban a sus maridos», como narra Eliano (s. II-III d.C), y eran mujeres dedicadas a ser esposa y madre. Sin embargo, en el relato aparece una segunda violencia aparte de la locura desatada sobre el hijo. Porque, inmediatamente después del asesinato, las princesas corren a unirse a las demás mujeres, que las rechazarán y las perseguirán, haciéndolas pasar de victimarias a nuevas víctimas.
De un modo similar, aquellas adolescentes que encontré una mañana de frío bailando en torno al Congreso de Diputados, reunidas en la narrativa de su condición de víctimas, pero haciéndose en ese acto nuevas victimarias, volverán a ser víctimas, de sí mismas esta vez, porque sacrificar al otro nunca lleva a la emancipación sino al desmembramiento de uno mismo, y la comunidad que nace del sacrificio violento del inocente está llamada a atraer nuevas y más violentas fuerzas disgregadoras.
La resolución de una juez británica de obligar a una mujer discapacitada a abortar es fruto del fanatismo intransigente de quien cree que puede decidir sobre la vida de otros.
La vicepresidenta de la Fundación Villacisneros afirma que este Gobierno «no encuentra, desgraciadamente, una oposición firme y contundente que defienda, ideológica y pedagógicamente, lo más sagrado que tenemos, que es la vida».