Jorge Martínez Lucena | 22 de mayo de 2019
Isa Serra llama al linchamiento mediático del fundador de Inditex por su donación para diagnosticar y curar el cáncer.
Con el tiempo de rebajas que vivimos en nuestra política nacional de los últimos tiempos, ha saltado a los titulares una cuita un tanto absurda. En ella, los contendientes parecen no buscar otra cosa que despertar intensas emociones entre sus adeptos. La finalidad de la disputa parece ser la de polarizar la esfera pública y animar a la gente a alinearse y regodearse en un bando. El tema en cuestión es la donación de 300 millones de euros a la sanidad pública por parte de Amancio Ortega.
Ante tamaño atrevimiento “caritativo”, ha saltado Isa Serra, candidata de Podemos en la Comunidad de Madrid, sedienta de foco mediático en plena campaña electoral. Con su enérgica protesta ha querido señalar cuál es, según ella, el verdadero mal de España. Por eso ha llamado a la protesta, a la rebelión, incluso al linchamiento (mediático) del multimillonario gallego, convertido en el chivo expiatorio del sistema financiero, cuyo pretendido sacrificio podría restablecer nuestra añorada justicia social. Podemos, Isa Serra y Pablo Iglesias actuarían aquí como ínclitos taumaturgos de la función.
Su argumentación, muy deudora del moralismo posmoderno, es que no podemos aceptar dinero (impuro) de un hombre cuya fortuna se cuenta en más de 50.000 millones de euros. Y eso sería así por su presunta condición de defraudador de impuestos. De lo cual no hay evidencia jurídica alguna, pues el señor Amancio Ortega puede pagar a los mejores asesores fiscales para hacer las cosas no ya como Dios manda, sino como la ley manda. Nos guste o no, se trata de una acusación falsa, de una posverdad de titular periodístico o de fiesta de moros y cristianos incapaz de construir nada en común, sino estrictamente orientada a enardecerse en la propia manada: porque, como es sabido, lo que pone a la turbamulta digital es vituperar y vilipendiar al prójimo.
Antes de la donación del fundador de Zara, la sanidad española era 300 millones de euros más pobre y podía diagnosticar y curar bastante menos el cáncer
Estos autoerigidos jueces de la nueva política no tienen prueba alguna contra Amancio Ortega. En el orden de los hechos, teniendo en cuenta el ordenamiento jurídico vigente en España, no hay donde rascar para encontrar delito alguno. La formulación de la acusación mediática, sin embargo, opta por expresarse no ya en términos fácticos, sino de lo que debería ser en el supuesto reino perfecto (e inexistente) de utopía. El dato puro, duro y testarudo es, pese a todo el ruido mediático, que, antes de la donación del fundador de Zara, la sanidad española era 300 millones de euros más pobre y podía diagnosticar y curar bastante menos el cáncer.
Y ante esto no vale decir, como ha hecho Isa Serra, de nuevo investida de la visión profética y privilegiada de la utopía, que la asignación científica del recurso económico debería hacerla el Estado y no el donante; porque el dinero no era del Estado hasta que lo recibió en forma de máquina, sino del fundador de Inditex. De nuevo la realidad.
Sin embargo, en nombre de esa utópica -o distópica- España, hay quien está dispuesto no solo a convertir a Ortega en el mártir del neocapitalismo, sino a prescindir del efecto positivo que su regalo causa en tantos pacientes de la sanidad pública, aun a costa de las “víctimas de la verdad” que eso pueda provocar. En esto vemos cómo la posverdad, pese a su liquidez epistemológica, es perfectamente capaz de cultivar sus propios campos de exterminio, a la sombra de ideologías leves y prêt-à-porter.
Las personas importan más que las ideas y muchísimo más que las ideologías. Y eso también es una advertencia válida para los incondicionales catecúmenos del neoliberalismo ante los efectos devastadores de la mano invisible (y ciega) del mercado. Por todo esto, pediría un poco de precisión a la hora de identificar los problemas que se plantean, sin miedo de que sean clásicos. De lo que se trata aquí es de discutir racionalmente sobre qué presión fiscal debería ejercerse sobre algunas rentas y sobre los beneficios de determinadas sociedades, y sobre cómo desactivar el efecto tributario de la competencia fiscal entre diferentes países tanto de Europa como del resto del mundo globalizado.
La posverdad, pese a su liquidez epistemológica, es perfectamente capaz de cultivar sus propios campos de exterminio
Si el debate en los medios y en la sociedad en general se diese en estos términos de construcción a través del diálogo, probablemente a los políticos no les saldría a cuenta –electoralmente hablando- montar estos numeritos de demonización del otro. Quizás así desaprenderíamos la neolengua de la posverdad y descubriríamos que el bien común no es algo abstracto, sino que tiene que ver con la posibilidad concreta de que las personas vivan y se ayuden a vivir mejor.