Carlos Marín-Blázquez | 23 de marzo de 2021
Los herederos espirituales del «Prohibido prohibir» quedan sujetos a una servidumbre de la que ni siquiera alcanzan a ser conscientes. Están atrapados en su propio espejismo de seres autosuficientes y carentes de arraigo.
Ante el niño, el mundo se abre lo mismo que un vasto jardín inexplorado. Su curiosidad se confunde con su determinación por apropiarse de las cosas. Siente que todo se le ofrece. Esa codicia primigenia no ostenta, sin embargo, el carácter de un acaparamiento sin tasa; es su tributo espontáneo a la inabarcable prodigalidad de las formas. Cada día sus dominios se ensanchan un poco más. Una sabia cadencia va pautando sus conquistas. El proceso, asombroso, resulta del ajuste entre la expasión de las facultades físicas del niño y el paulatino desarrollo de su capacidad de asimilación.
Pero bajo ese aprendizaje se insinúa casi siempre una trama latente de peligros. Ajeno a los riesgos que afronta, el niño se topa desde muy pronto con la autoridad de una voz que pone coto a su voluntad de aprehensión y frustra, con una asiduidad para él a todas luces irritante, el acceso a los nuevos espacios hacia los que lo empuja su instinto de desciframiento. Luego, a medida que el tiempo transcurra, esas prohibiciones se extenderán al ámbito de la moral, y es así como su vida adquirirá definitivamente el carácter de una aventura problemática.
No hay existencia que se sostenga al margen del conocimiento de sus límites. Esta aseveración, una obviedad en sí misma, necesita sin embargo del auxilio de una pedagogía que nos la inculque. Por eso, desde la edad más temprana los cuentos insisten en ponernos ante los ojos la oscura urdimbre de un mundo plagado de amenazas. «Qué sabiduría la de los cuentos -escribe Christian Bobin-, en los que hay que guardarse de abrir una puerta prohibida o de probar un fruto demasiado rojo: hay gestos aparentemente sin importancia que, por encima de cualquier otra cosa, no hay que hacer, so pena de perder así algo más que la vida».
«Perder algo más que la vida» acaso signifique extraviar la última fibra de integridad que nos autoriza a seguir considerándonos humanos. O quizá aluda, en ese mismo sentido, a la eventualidad de tomar un camino al cabo del cual, y tras hacer caso omiso de los múltiples signos que nos previenen, quedemos a merced de nuestros demonios. No en vano, ante toda prohibición el hombre reacciona con una pulsión ambivalente: a la voluntad de acatarla se le solapa el impulso de transgredirla. En el balance último de ese equilibrio es donde una civilización se juega su destino. Someternos a la prohibición significa con frecuencia mantenernos a resguardo de un peligro que amenaza con anular lo que somos. Pero las prohibiciones han de haber sido sancionadas por el tiempo, deben formar parte del acervo de nuestras costumbres más asentadas, pues su finalidad consiste nada menos que en circunscribir nuestras vidas a ciertos límites precisos más allá de los cuales solo encontraremos disolución y barbarie.
Los artífices de Mayo del 68 conocían todo esto. De hecho, su revolución no aspiraba a una mejora de las condiciones de vida materiales de una determinada clase social, sino que apuntaba más lejos: ambicionaban una transformación interior del sujeto, una sumisión completa de las voluntades al nuevo orden de valores que propugnaban. En el centro de su programa se alzaba la pretensión de cancelar el universo normativo, público y privado, que había articulado hasta ese momento la vida de Occidente. Las más elementales reglas de convivencia, el reconocimiento de una jerarquía social básica fueron entonces presentados bajo una apariencia de represión y neurosis.
La forma en que se desarrolló todo este proceso es de sobra conocida: desde los campus de algunas de las más prominentes universidades norteamericanas y europeas, hábiles sofistas, retorciendo hasta el paroxismo una jerga infectada de marxismo y psicoanálisis, se afanaron en la tarea de imprimirle al experimento una pátina de sofisticación intelectual. Curiosamente, no fueron tanto esas excrecencias teóricas como la imparable fuerza emergente del capitalismo de seducción, con su exacerbación de un yo hedonista presto a realizarse a través del consumo y de la inmersión acrítica del sujeto en una igualitaria cultura de masas, lo que acabó por obrar un cambio antropológico de dimensiones extraordinarias.
Esta sociedad, al carecer de una cultura derivada de sus creencias vacías y sus religiones desecadas, adopta a su vez como norma el estilo de vida de una masa cultural que quiere ‘emanciparse’ o ‘liberarse’, pero le falta toda guía moral o cultural segura acerca de cuáles pueden ser las experiencias valiosasDaniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo
Ahora ya podemos confirmar que lo que esta presunta cultura de la transgresión ha dejado tras de sí es un paisaje arrasado. Convertido en laboratorio de pruebas, el mismo sistema educativo ha venido actuando como punta de lanza de un inmenso proyecto de ingeniería social cuyas resultados están a la vista. La rebaja de la exigencia académica o el cuestionamiento incesante de la autoridad de los profesores son solo dos de los innumerables frutos amargos de este giro descivilizatorio que, publicitado como un hito histórico por parte de las autoproclamadas ideologías del progreso, en realidad ilustra en sus trazos más degradantes la debacle característica de una época terminal.
En su ensayo Las contradicciones culturales del capitalismo, afirma Daniel Bell: «Esta sociedad, al carecer de una cultura derivada de sus creencias vacías y sus religiones desecadas, adopta a su vez como norma el estilo de vida de una masa cultural que quiere “emanciparse” o “liberarse”, pero le falta toda guía moral o cultural segura acerca de cuáles pueden ser las experiencias valiosas». El aparente borrado de los límites ha creado, por tanto, un individuo que, al margen de otros déficits, carece de una escala de valores lo bastante sólida como para prestar a su vida una mínima nota de estabilidad. Su particular piedra de Sísifo se materializa en la condena a una experimentación compulsiva en pos de una satisfacción vital que nunca habrá de resultarle plena. Ayuno de referentes sobre los que proyectar sus expectativas de realización a largo plazo, no le queda otro estímulo que la búsqueda ansiosa de la gratificación inmediata.
Los herederos espirituales del «Prohibido prohibir» quedan de este modo sujetos a una servidumbre de la que ni siquiera alcanzan a ser conscientes. Incapaces de percatarse de la trampa a la que han sido arrastrados, atrapados en su propio espejismo de seres autosuficientes y carentes de arraigo, resultan ser los sujetos idóneos no solo para que los señores de turno -ocultos siempre sus rostros tras una máscara benefactora- les impongan toda clase de restricciones, sino para llegar a convencerse a sí mismos de que, sometiéndose a los antojos de un poder arbitrario, en realidad están accediendo a la épica conquista de su libertad.
Cuando se vaciaron los colegios, no se empezó a hablar de cómo afrontarían los niños estas semanas, ni en qué condiciones estarían en sus hogares. La mayor preocupación ha sido la de evaluarlos.
El caso de Elena Lorenzo demuestra cómo la idea de «libre determinación del yo» que reina en la Modernidad solo es válida si va en una dirección.