Armando Zerolo | 23 de junio de 2020
El problema de las estatuas derribadas es el de una vida convertida en mármol. La verdad se transformó en decorado de un espacio público sin personajes y la política, en un teatro abandonado.
Hoy hablo de la verdad y de las estatuas, porque en ellas subyace la idea de una vida petrificada.
Un columnista conocido confesaba que la bronca y la crispación que representan en público él y sus colegas tertulianos se convierte en fraternal camaradería entre bambalinas. Con el desprecio hacia los simples, al «pueblo», a los demás o a los otros, del que se sabe miembro de la intelligentsia, se burlaba de que no supiésemos distinguir la verdad de la representación. Algo parecido me comentaban mis profesores de Ciencias Políticas y yo, incrédulo y con la exaltación propia del joven que vive de imágenes, no terminaba de creerme que, después de cada sesión parlamentaria, los diputados se tomasen algo juntos. «Es un teatro», me decían. Y así, separando el papel del actor, en nombre de una verdad pura desprendida de la carne, iban haciendo pedazos la gran comedia humana.
El intelectualismo que padecemos nos hace defender una verdad abstracta que es tan irreal como una obra de teatro sin actores o una partitura sin músico. La verdad es interpretación, no papel. ¿Quién hace sonar un pentagrama o quién da vida a un personaje? Eso que acontece en el escenario o en el auditorio es la verdad que nos hace vivir. El papel es lo que podemos esculpir en la piedra, como el personaje muerto queda tallado para siempre en la roca. Vive la estatua cuando alguien la imagina, cuando se sitúa ante ella y el símbolo actúa evocando la potencia de la memoria. La piedra no sirve a los desmemoriados que convierten los recuerdos en adornos y la política no puede vivir sin símbolos.
Teatro es la vida pública, porque la política es representación. Somos actores que vivimos dentro de una gran obra, y el Mundo, decía Calderón de la Barca, es un gran escenario:
«Y como siempre ha sido
lo que más ha alegrado y divertido
la representación bien aplaudida
y es representación la humana vida
una comedia sea
lo que hoy el cielo en tu teatro vea»
La vida humana es una representación para la fiesta que se celebra en el Cielo, pensaban los barrocos de nuestro Siglo de Oro. El papel más importante que representamos es para un público que se sitúa en lo más alto. La vida, en este sentido, es una comedia para los Dioses, decían los griegos, y un divertimento para el Creador. La representación tiene un sentido de abajo hacia arriba y le pasa como al juego, que o se toma en serio, o no acontece. Y por eso el Autor nos pide que nos tomemos en serio nuestro papel, porque nos necesita para poder disfrutar de Su Creación. Es una necesidad amorosa tan seria como la del niño que juega con sus juguetes favoritos.
El Mundo también es un escenario con las luces apagadas, sin vida ni significado. ¿Han tenido ocasión de entrar en un cine abandonado? ¿Han paseado por las ruinas de un teatro? La primera evocación es la nostalgia de las vidas que allí se representaron, de la magia que dio a esas piedras muertas la fuerza de la tragedia y la comedia. En el Mundo también se representa una vida que no es de este Mundo. Es una representación de arriba hacia abajo, un acontecer de los amaneceres del Universo, el dibujo de las estrellas en el escenario. En una obra de teatro el actor vive en su piel una experiencia universal. Después, los aplausos, desvestirse, desmaquillarse: se hace patente qué es una vida que anda coja sin su papel.
¡Qué malos son los actores que no se creen su papel! ¡Qué mal actor el que se avergüenza de su función! ¡Y cómo se enfada el niño cuando su padre no juega en serio!
Quizás no nos damos cuenta de que el problema es más de los actores que de los papeles. La representación del conflicto, la teatralización de la confrontación y la escenificación de la batalla son lo más verdadero a ojos del espectador. La responsabilidad del actor con su papel y con su público es absoluta: o se lo cree, o no se lo cree.
Hemos provocado que las estatuas ya no nos digan absolutamente nada
El problema de las estatuas derribadas es, ante todo, el de una vida convertida en mármol y el de papeles tallados en piedra. Es más verdadera la representación que el texto, más viva la música que el pentagrama, pero defendiendo la verdad, previniéndonos de las fake news, hemos matado al intérprete para no polemizar sobre el papel, y quitándole la música al pentagrama, y la carne al personaje, hemos provocado que las estatuas ya no nos digan absolutamente nada.
La verdad se convirtió en decorado de un espacio público sin personajes y la política, en un teatro abandonado. Las ordenanzas municipales prohibieron hace tiempo nombrar calles con nombres propios de personas, y aconsejaron hacerlo con nombres de ríos, montañas o constelaciones. Se evitaba así la polémica, olvidando que la discusión es una parte tan esencial de la verdad como el actor lo es para el papel, y la representación para la vida.
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