Jaime García-Máiquez | 24 de septiembre de 2021
Qué mala fama tiene el trabajo y qué bueno es para todo. Conviene recordarlo ahora en septiembre que volvemos todos a él, también entre lágrimas.
De los recuerdos que atesoro de este verano, flota sobre el agua cristalina de mi memoria el trabajo (de becario, digamos) que he desempeñado como limpiador de una piscina. Un amigo de Nueva York se iba a veranear a –nada menos- Hampton Bays, dejándonos un mes su casa en la montaña, y como en el poema de Machado («La plaza tiene una torre,/ la torre tiene un balcón,/ el balcón tiene una dama») en la montaña había una casa, en la casa había un jardín, y en el jardín su piscina…
Las últimas palabras que me dirigió, volviendo la cabeza lentamente a la casa, hundiendo su mirada en lo más hondo de aquella piscina con belleza de aljibe, fundiendo sus ojos azules con el índigo celestial de sus frescas aguas quietas, fueron: «Bueno, es hora. Marcho avión ya. Es tarde para mí. La piscina… Mírala. Está en estado perfecto: yo vigilado niveles PH hasta esta la mañana, y puedes bañar todos, ningún peligro para niños. Todo perfectamente correcto. Si verter los productos respectivos cada mes de un año para limpieza, la cubres piscina, en verano todo es OK».
Hablaba de cada término con esa precisión abstracta del ejecutivo de bancos suizos de inversión, pero a su vez con verdadero afecto hacia nosotros, con orgullo en lo que respecta a su trabajo, con cierta melancolía acaso…, como el centinela que al ser relevado al alba de su puesto, le dice al camarada, «toda la noche en calma; una luciérnaga a la que le he pedido que apagara su luz, un grillo al que le he ordenado silencio. Te lego la paz de la noche». Os encomiendo la pureza del agua, parecía querer decir nuestro amigo.
Pero a nadie se le podía escapar que en sus palabras, subyacentemente, subconscientemente, había también una advertencia llamémosla subacuática: defiende esta pureza con el sudor de tu frente, la fuerza de tus brazos, la sangre que bombea tu agradecido corazón de amigo. Le eché entonces un ojo a la piscina con una sonrisita parecida a la que le brotó a Goliat de los labios al ver el ridículo tamaño de su contrincante. «Sí, claro, descuida», sentencié.
La primera semana disfruté con el recogedor de hojas como un gondolero entre canales: cantaba, rezaba acciones de gracias, hablaba por teléfono con el manoslibres… Una noche sopló el viento algo más de lo normal, y debí esforzarme un poco al día siguiente. En mi casa de El Puerto nunca hubo piscina, en parte para que aprovecháramos las instalaciones del Club del que éramos socios, y en parte porque «¡las piscinas dan mucho trabajo!», clamaba mi padre. Durante la primera semana el que clamaba era yo: pero… ¿esto es trabajar?
El problema sobrevino la semana siguiente. No le di quizá la importancia que en realidad tenía a un leve oscurecimiento general del agua. La verdad es que no era casi nada. Un día más tarde el agua estaba innegablemente sucia, y pensé que tenía que hacer algo más que de gondolero. El jardinero (que quiso hacerle una foto al agua con su móvil, algo que le prohibí de una manera tajante) dijo que aquello lo había producido el crecimiento y proliferación de algas. «¿Algas? –le contesté- Las algas «proliferan» como usted dice, pero en el mar». Pegó una insolente carcajada y aclaró (me aclaró a mí, no al agua) que las algas crecen en cualquier medio acuático.
La voz definitiva de alarma fue cuando al caluroso día siguiente los amiguitos de uno de mis hijos se negaron a bañarse en semejante «pocilga». «Mi madre no me dejaría» dijo uno, sin duda era el más mimado y cobarde de todos.
Mucho trabajo, pero elegido libremente, y con un salario que haga posible una vida digna
Fui desesperado, con sudor frío, a una tienda especializada por un «mata-algas», una bomba atómica para plantas acuáticas, una piraña vegetariana… lo que fuera. «Usted lo que necesita es un floculante. ¿En qué nivel de PH está su piscina?». Bueno, le dije, el nivel de la piscina es el correcto, muy exacto diría, está bastante llena de agua y el nivel es de unos cuatro dedos por debajo del bordillo y… El dependiente no pudo soportarlo más, y empezó a hablar con un tono de voz antinaturalmente alto: «El floculante es un componente químico que agrupa pequeñas partículas formando aglomerados en el fondo de la piscina llamados flóculos, que son los encargados de recoger las partículas hasta formar módulos vegetales fácilmente recogibles». Salí de allí con un arsenal capaz de hacer frente a una guerra química con Irán.
Al día siguiente, si me hubiera atrevido a meter la mano en el agua de la piscina no habría sido capaz de verme los dedos. El labrador de la casa se bañó y parecía una nutria gigante haciendo una presa en el río Blackfoot, nadando haciendo eses entre un lodazal espeso de cañas, palos, troncos y barro.
Leí prospectos e instrucciones de uso bajo el silencioso flexo del despacho, con las ventanas cerradas, con las gafas de cerca en la punta de la nariz, tomando apuntes y haciendo un cronograma: antes que nada revisar y limpiar a mano o con un paño de algodón grueso los skimmers, cestos, rejillas, los focos, las boquillas, el canal rebosadero; en segundo lugar, la cantidad de floculante debe ser de unos 750 mililitros por cada 50 m3, y lo ideal es echarlo a la caída del sol; hay que pasar el cepillo para albercas a la mañana siguiente (temprano) jalando siempre hacia tu dirección, luego se pasa el limpia fondos y por último otra vez el cepillo haciendo presión en la parte superior de su maneral. El último paso es verter la cantidad exacta de alguicida, que suele ser en una proporción de 1/1000 con respecto al agua total contendido en la bañera de la piscina. Si tienes un robot limpiafondos (como tiene mi amigo) ponlo la noche siguiente a la del alguicida, que a su vez era la noche siguiente a la del floculante, es decir cuando las algas y otros microorganismos suspendidos en el agua hayan tenido tiempo de descender al abismo oscuro y sucio del fondo.
Si esos intríngulis de la limpieza de la piscina fuera una carrera universitaria, podría aseverarse metafóricamente que el conocimiento completo del kit reactivo para analizar el PH y el cloro del agua es un master en alta dirección de empresa. La toma de muestras, la cantidad de gotas de OTO, el examen del resultado a la luz de un Pantone de formula Guide Solid Coated & Uncoated… En solo 3 días y 400 horas de estudio teórico y actuaciones prácticas me había convertido en un experto en la materia. Era increíble. No creo que tras ganar un premio literario uno pudiera estar más orgulloso.
El tratamiento de choque funcionó. La última semana, la casa entera relucía gracias a los reflejos que le proporcionaba la transparencia casi insolente de la piscina. Yo la miraba… y no podía creerlo. Se me saltaban las lágrimas. Era un milagro, fruto de un trabajo puntual y preciso, esforzado y precioso.
En fin, qué mala fama tiene el trabajo y qué bueno es para todo. Conviene recordarlo ahora en septiembre que volvemos todos a él, también entre lágrimas. La palabra trabajo, etimológicamente, ya empieza con el pie izquierdo, pues viene de Tripalium, cepo de tres palos en el que se ataba al esclavo para castigarlo. El propio Marx –y con él toda la izquierda recalcitrante y retrógrada- lo define con desprecio en El Capital (1919) como esa obligación alienante que el pobre tiene que hacer por un salario mísero. A estas alturas se ha convertido en moneda común denigrarlo, cuando lo más justo y feliz sería enaltecerlo, dignificarlo, incluso santificarlo.
Lavorare Stanca (1936), que es el hermoso título del primer libro de poemas de Cesare Pavese, que pierde tanto al traducirlo por Trabajar cansa; (podría también traducirse utilizando un cómodo epíteto por Trabajar cuesta; o Trabajar agota, que tendría más gracia). Bueno, esto está claro. Tan claro como el agua de una piscina límpida. Pero, ¿habrá mayor placer, recio goce o delectación serena, que el esfuerzo («el trabajo gustoso» del que hablaba Juan Ramón Jiménez) coronado por el deber cumplido («la obra bien hecha» de la que escribió Eugenio d’Ors)?
Además, solo hace falta pasarse por un mercado, por ejemplo, para ver la alegría interior del frutero, la simpatía del pescadero, la sagaz mirada de ingeniero aeronáutico del mecánico de coches, minero de los rudos carruajes, o la satisfacción de un profesor al escuchar una buena pregunta en clase.
Nuestro Juan Ramón alababa «el trabajo gustoso», como el quehacer de una vocación encarnada, luminosa y valiente. Mucho trabajo, pero elegido libremente, y con un salario que haga posible una vida digna. La vocación profesional como una utopía propia, que cada uno está llamado en secreto a realizar como si se tratara de un destino íntimo. La vida como una Obra de arte, sí, llena de plenitud humana, y para los cristianos además -encima; por encima- sobrenatural.
Limpiar una piscina o restaurar una tabla flamenca del siglo XV tienen innegables diferencias técnicas, así como una desigual responsabilidad civil y social. Lo mismo puede extrapolarse a cada trabajo. Pero en hacer todos bien una u otra cosa, cada cual las suyas, late al unísono un idéntico amor por lo que se hace, y por lo que hacen los otros. Un mismo entusiasmo. Hay una poesía en la mirada del que trabaja con gusto, que muchos podrían pensar que se trata de lírica o bucólica, pero que pienso por su importancia, esfuerzo y trascendencia que tiene más que ver con la poesía épica.
Desde un principio, ha habido dos tipos de poesía, la que mira fuera de la ventana y la que mira dentro. Los libros modernos han abandonado la idea de que pueda haber poesía en las obligaciones.
El Museo del Prado devuelve el color y la luz a una obra renacentista cargada de una fuerte iconografía.