Nicolás Jouve | 25 de febrero de 2020
El Estado no puede promulgar leyes para matar, sino que está obligado a proteger la vida. La dignidad es una cualidad que se reconoce, no se otorga.
El año pasado, el asunto del suicidio asistido de María José Carrasco por su marido conmovió a la opinión pública y sirvió para que se disparara una oleada de propaganda a favor de la regulación por ley de la eutanasia. Sorprendió la forma, casi en directo, de difundir en los medios de comunicación este caso, haciendo más énfasis en los aspectos emotivos del caso que en la falta de recursos de la sanidad pública española para atender este tipo de situaciones, como se veía claramente por la soledad y la falta de atención del matrimonio Carrasco, lejos de un ambiente médico.
Según datos de la Asociación Española de lucha Contra el Cáncer, en España existe un déficit enorme en los cuidados paliativos. Aproximadamente el 50% de los pacientes no tiene acceso a una atención de calidad, cantidad y disponibilidad de recursos en la fase de enfermedad avanzada. cuando le es precisa. El hecho es que desde sectores de la práctica médica se insiste en la urgencia social de potenciar los cuidados paliativos. Un prestigioso especialista en este tipo de atención decía, en una entrevista publicada en Diario Médico, que en España hay unas 60.000 personas que cada año sufren innecesariamente por no contar con los cuidados paliativos que necesitan, y señalaba que, cada diez minutos, una persona fallece en España con sufrimiento.
Las preguntas más importantes en relación con la eutanasia y el suicidio asistido se relacionan con dos ideas: el establecimiento de unos criterios de calidad a otorgar a la vida humana y, en función de ello, el establecimiento del derecho a morir, o a matar, que para el caso es equivalente al suicidio asistido y la eutanasia, respectivamente.
En primer lugar, respecto a si se puede medir el valor de la vida en términos materiales, la conclusión a que nos llevaría es que, si eso fuese así, deberían fijarse unos parámetros de calidad, unos mínimos objetivos, en función de los cuales se podría decidir sobre quién tiene derecho a vivir y quién no, y por qué y cuándo se debe acabar con la vida de otra persona o de uno mismo. Los criterios posiblemente serían tan variados como discutibles.
Pero resulta que algunos piensan que sí y deciden arbitrariamente que hay vidas que no merecen ser vividas.
El fundamento para rechazar esta forma de pensar y obrar es el reconocimiento de un elemento básico e irrenunciable de todo ser humano, que es la dignidad. La dignidad es consustancial al ser humano. No depende de ningún tipo de condicionamiento ni de diferencias étnicas, de sexo, de condición social, ni de salud física o psíquica o de otra índole. Es un valor inherente de todo ser humano por el mero hecho de serlo, por su condición de persona, al margen de las condiciones particulares, simplemente por tratarse de un ser humano. Es algo que no se otorga, sino que se reconoce.
Si se manipula la dignidad hasta someterla a la calidad de vida, se puede llegar a la conclusión de que es más digno quien es más sano, más fuerte, más poderoso o tiene mejores perspectivas en términos materiales… Este es el gran error de base, ya que la dignidad no es una cualidad que se otorga, sino que se reconoce. Si no tenemos claro lo que significa la dignidad, cometeremos el error de creer que algunas personas ya no son dignas de vivir… lo que nos llevará a justificar no solo la eutanasia, incluso la que se basa en criterios emocionales o compasivos, sino la que se practicó en la Alemania de los años treinta.
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechosDeclaración Universal de los Derechos Humanos… art. 1
La dignidad es fundamental en todas las grandes declaraciones sobre los derechos humanos, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, el Convenio de Oviedo para la protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del Ser Humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina de 1997, la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos de la UNESCO de 1997, los códigos deontológicos sobre la ética en la práctica de la medicina, etc., etc.
La dignidad es de derecho natural, y la ley natural reconoce la igualdad en dignidad de todas las personas. Cada ser humano tiene derecho a su vida personal y debe ser valorado como alguien y no como algo que se juzga en función de criterios de utilidad.
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, es absurdo hablar o establecer un “derecho a morir” o a la “muerte digna”. Cuando se dice esto, habría que analizar de qué se está hablando, ya que la muerte no es un derecho, sino una consecuencia de nuestra condición biológica de seres mortales, que ha de llegar, sí, pero nunca de forma forzada.
Por el contrario, lo que sí existe es el derecho a la vida, que es el primero y principal de todos los derechos, y así se reconoce en todos los códigos morales y de conducta y en las leyes de todos los países.
El Estado no puede promulgar leyes para matar, sino que está obligado a proteger la vida y a observar y cumplir con el principio general de su defensa. Este es el verdadero valor supremo a respetar por las leyes, tal como se consagra en el artículo 10 de la Constitución Española: la dignidad de la persona como fundamento del orden político y de la paz social, que comprende la defensa de los bienes de personalidad y, entre ellos, el de la vida humana.
La muerte provocada de María José Carrrasco evidencia que la eutanasia no se debe legitimar.
Noa Pothoven decidió dejar de comer y de beber, previo acuerdo con los médicos de no intervenir en el proceso más que con cuidados paliativos.