Elio Gallego | 25 de febrero de 2020
El caso de Elena Lorenzo demuestra cómo la idea de «libre determinación del yo» que reina en la Modernidad solo es válida si va en una dirección.
El caso de Elena Lorenzo, la coach, perdón por la expresión, que fue multada con 20.000 €, resulta apasionante para cualquier estudioso de las ideas políticas. Su ‘delito’ fue acompañar profesionalmente a personas mayores de edad que, libérrimamente, querían dejar atrás una pulsión sexual que no querían para sí. Y digo que es muy interesante porque aquí quiebra el poder de uno de los principios que más han articulado el discurso de la Modernidad, el de «la libre determinación del yo», un principio en virtud del cual cada uno puede decidir lo que quiere ser en cada momento sin que nadie pueda obligarlo a lo contrario, y que se suele articular bajo la expresión de «el libre desarrollo de la personalidad». Es obvio que aquí este sacrosanto principio de la Modernidad quiebra, y lo hace de un modo bastante espectacular.
¿Por qué un adulto, de acuerdo con otro, debe verse privado de esa opción en la que Elena Lorenzo se ha especializado y no para cualquier otro caso? ¿Por qué si alguien quiere dejar atrás una pulsión sexual en sentido inverso eso no constituye problema alguno y lo contrario sí? La asimetría de trato llama más la atención todavía si se repara en la facilidad y normalización con que hoy se trata a niños de corta edad con hormonas, con consecuencias irreversibles para ellos, solo porque han sentido en algún momento pertenecer al otro sexo. ¿De verdad estos niños están ejerciendo una libertad mínima madura o real? Pero en este caso todo es celebrado como si de un progreso se tratara. En suma, dificultad hasta la persecución para unos casos, habilitación y promoción para otros. ¿Por qué?
La curiosidad para el estudioso de las ideas políticas aumenta si se considera que fue un partido «liberal», el Partido Popular, el que elaboró, aprobó, promocionó y aplicó, y aplica, sí, en presente, una ley que, con seguridad, es una de las más liberticidas, injustas y totalitarias de Europa. Y en ello siguen. Una ley que cualifica a dicho partido como ninguna otra. Pero retomemos la pregunta: ¿por qué el principio de libertad del individuo para elegir sus opciones morales y de identidad más fundamentales quiebra de un modo tan clamoroso cuando lo que se trata de elegir es la heterosexualidad? Y lo primero que hay que decir es que la respuesta no es fácil o, al menos, no lo es para mí.
Adelanto lo que a mi juicio puede explicar tan curioso fenómeno, y que he creído encontrar en un pensador, Herbert Marcuse. Pensador alemán emigrado a Estados Unidos tras la subida de Hitler al poder, escribió en los años 50 del pasado siglo una obra de éxito y que alcanzaría una enorme influencia en lo que más tarde convino en llamarse Mayo del 68. En esta obra, Marcuse plantea que el héroe de la izquierda revolucionaria de la Modernidad tardía ya no podía ser, como lo había sido para Marx, Prometeo. Ya saben, el Titán que robó el fuego a los olímpicos para dárselo a los hombres, y que simboliza como ningún otro la revuelta del hombre contra el poder tiránico e injusto de los dioses. Los nuevos héroes inspiradores del hombre nuevo habían de ser Orfeo y Narciso, y sus respectivas formas de amor, símbolos de la homosexualidad y el onanismo, respectivamente.
¿Por qué ellos, y por qué estas formas de sexualidad? Porque una y otra representan lo que para el pensador de la Escuela de Fráncfort constituía el «Gran Rechazo» de la civilización occidental. En su opinión, nuestra civilización, nacida del cristianismo con la absorción e integración de elementos griegos, romanos y germánicos, tendría su fundamento en un orden patriarcal esencialmente injusto y explotador, tanto en el ámbito de las relaciones sociales -expresado paradigmáticamente en un poder represivo y autoritario y en la división en clases sociales- como en el ámbito de la salud psíquica del individuo con la represión -en sentido freudiano- de las pulsiones consideradas más desordenadas e inadecuadas para una moral tradicional.
Es por ello que no se trataría tanto de una cuestión de libertad como de un proceso de liberación. Y que, coherentemente con él, todo lo que vaya en contra del «patriarcado» y la moral tradicional habrá de ser considerado liberador; y, por el contrario, todo lo que no contribuya a ese proceso, o se desvíe de él, será conceptuado como regresivo y, en consecuencia, deberá ser perseguido y reprimido hasta su eliminación final.
Esta es mi explicación, pero se admiten otras. Lo que sí está claro es que quien asuma como justo el castigo a Elena Lorenzo, lo sepa o no, izquierdea. Y gravemente, además.
El término ‘discriminación positiva’ es un buen ejemplo de la neolengua que se pretende implantar y que intenta ocultar la vulneración de la Constitución que lleva asociada.
La dictadura de las palabras busca imponer una represión en su sentido más freudiano. El objetivo es la autorrepresión, la forma más acabada de una dictadura.