Armando Zerolo | 26 de mayo de 2020
La COVID solo ha sido un catalizador de una reacción que ya subyacía. Hoy ha cambiado que volvemos a hablar del cambio como categoría existencial.
Se escribe contra los pregoneros del cambio con la misma intensidad con la que los agoreros predicen el ocaso de nuestro mundo. Cambian los sistemas constitucionales, económicos o territoriales, dicen aquellos que en el fondo de su corazón cultivaban un hastío oculto contra el mundo limitado e imperfecto que habitaban. Estos expertos predicen científicamente un futuro que no nos pertenece y que, por sernos extraño, lo aborrecen. Las tablas, las gráficas y los análisis son el corto brazo del niño que extiende sus manos hacia la fruta prohibida. Intentos ingenuos de aferrar una vida que no se deja apresar. Ni la cárcel de las ideas ni la de los conceptos podrán nunca encerrar entre sus barrotes una vida que corre ante nosotros y para nosotros.
La revuelta contra las teorías del cambio no ha hecho más que estallar, pero ya están montados los cadalsos y escritas las condenas. Como un torrente de primavera, corren por las rotativas los artículos desbordados de indignación contra los gurús del cambio. Es un movimiento transversal a las ideologías y que empieza a adquirir el rango de «movimiento cultural». Cuando la COVID pase, cuando salgamos de nuevo a las calles y nos sentemos en una terraza a tomar el aperitivo con los amigos, cuando nuestros hijos se reencuentren con sus amigos y las mesas de nuestras casas vuelvan a convocar tertulias, todo habrá pasado. El viejo mundo conocido seguirá siendo el mismo y la rutina se asentará sobre los ritos de siempre. Los agoreros tendrán que doblegarse ante las circunstancias y su resentimiento hacia el mundo vivo y real deberá esperar a próximas catástrofes imaginarias, porque nada es capaz de arrancarnos del suelo que pisamos.
Y, sin embargo, cantaba Mercedes Sosa que «todo cambia»: «Cambia lo superficial/ Cambia también lo profundo/Cambia el modo de pensar/Cambia todo en este mundo». Cambia el mundo, que se hace viejo, y que se renueva como el árbol que arroja su semilla para fecundar otras tierras con el capricho del viento, que no sabemos ni de dónde viene ni a dónde va. Los expertos se entretienen previendo el viento, y los agoreros prediciendo catástrofes. Y ambos se equivocan, porque un virus no va a cambiar el sentido de la historia. Pero también nos equivocamos si no tomamos en serio que todo el mundo escriba sobre ellos, porque hay algo que sí ha cambiado, y es que todos hablamos del cambio.
El cambio no siempre es un problema. Parménides lo elevó a la altura de uno de los grandes problemas filosóficos y el idealismo alemán lo situó en lo más íntimo de nuestras conciencias. Todos los demás, los «neos» , los «neotal» o «neocual», no son más que reaccionarios que intentan atrapar la permanencia dentro del cambio, esfuerzos idealistas de arraigar el presente en algo que no sea una realidad viva y, por tanto, cambiante.
Cambia, todo cambia, claro que cambia. Cambia nuestra pretensión formalista de vivir por encima de la realidad. Cambia esa impostura que en Occidente hemos llamado ‘historia’ y que solo nos ha servido para pinchar en un corcho las mariposas que aletean, deteniendo el proceso de metamorfosis de la civilización. Hoy hay cambios, claro que los hay, y la COVID solo ha sido un catalizador de una reacción que ya subyacía. Hoy ha cambiado que volvemos a hablar del cambio como categoría existencial, y por eso las inteligencias agudas se rebelan con aquellos que hablan del cambio como un ‘proceso’, como algo que sucede fuera de nosotros de un modo consecutivo y necesario.
Andréi Tarkovsky decía que «hoy volvemos a estar al borde de la destrucción de una civilización porque ignoramos plenamente el lado interior y espiritual del proceso histórico». El materialismo, el cientificismo, el positivismo y todos los demás «ismos» han tomado una parte de la realidad y la han convertido en el todo de la explicación, extirpándole al hombre el órgano de la conciencia y la capacidad de ser protagonista de la historia. Cada parte ha absorbido el todo y lo ha desnaturalizado, y en esa explicación simple y reduccionista ha podido vivir cada uno bajo el cobijo de su bandera. Pero decía también el genial cineasta que «toda catástrofe de una civilización descubre sus fallos». El fallo de Oriente, nos dicen nuestros vecinos (Solzhenistyn, Soloviev, Berdiayev, Bulgakov, Florenski, Frank y tantos otros) es que hemos vivido en un sueño materialista, «el sueño de los expertos», contra el que ahora, y por fin, los profetas occidentales se empiezan a rebelar.
Toda catástrofe de una civilización descubre sus fallosAndréi Tarkovsky, cineasta y escritor
Después del verano de nuestra historia no habrán cambiado demasiado los sistemas y el suelo que pisamos seguirá siendo esencialmente el mismo. Los agoreros no encontrarán el consuelo de la catástrofe y tendrán que seguir esperando al antimesías, pero la forma de nuestro caminar puede que sí haya cambiado.
«Que yo cambie no es extraño», cantaba Mercedes Sosa. Puede que Occidente vaya madurando poco a poco la experiencia histórica de la debilidad y la fragilidad que tan claramente se le aparece a los poetas orientales. Es posible que andemos inmersos en un proceso de civilización por el cual estemos madurando la importancia del cuidado, del débil, de la fragilidad y, en resumidas cuentas, del amor. En Stalker, Tarkovsky lo dijo de un modo claro y hasta las últimas consecuencias: «El amor humano es ese milagro capaz de oponerse eficazmente a cualquier especulación sobre la falta de esperanza en nuestro mundo. Lo malo es que también nos hemos olvidado de qué es el amor». Nada cambiará sustancialmente, salvo nuestro oído más agudo y educado para escuchar el canto de los poetas orientales a los que hasta hace poco no éramos capaces de comprender.
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