Armando Pego | 26 de julio de 2020
Según el psicoanalista Jean Pierre Winter, la figura del padre está siendo borrada de la cadena histórica y cultural de una descendencia cuyos vínculos desean erradicarse. Asistimos a su okupación.
En El futuro del padre, Jean Pierre Winter ha intentado formularse la pregunta de cómo reinventar el lugar de esta figura tan cuestionada actualmente. Como buen psicoanalista, deja claro al principio que, para acceder al fondo simbólico que está en juego, solo «los mitos dan una figura a lo incomprensible».
Para Winter, el mito fundador de Sigmund Freud no habría sido tanto el de Edipo como el de la acción de la horda descrita en Tótem y tabú, justo después de haber cometido el asesinato del padre: «Para el inconsciente, en efecto, el padre no entra en acción sino en cuanto muerto; más aún, muerto, muerto desde la eternidad». Muerto Dios; muerto el Autor; muerto el sujeto; muerto, en fin, el Padre. El nihilismo occidental se desarrolla como la exultante sucesión de irresolubles procesos de duelo.
El futuro del padre
Jean Pierre Winter
DIDASKALOS
200 Págs.
18€
Debería dar que pensar este desplazamiento desde la articulación de la polis, simbolizada por la desgracia que se abate sobre la casa de Tebas, hacia las fronteras de un espacio prepolítico que nuestra cultura está empeñada simultáneamente en cancelar. Si para Freud el paso a cualquier forma de civilización suponía gestionar el peso de la culpa, nuestras sociedades han decidido abolirla de tal modo que su recuerdo negado presione con más furia el alumbramiento de un nuevo mundo.
Aun sin saberlo, la acción de Edipo cumplía su deseo inconsciente de matar al padre y de poseer a la madre. Hoy, en cambio, hay una voluntad explícita de revolucionar las bases sociales redimensionando nuestra relación con los tabús del parricidio y del incesto.
A su modo, los movimientos tectónicos que sufre la civilización occidental replican a su escala simbólica los motivos centrales de una nueva Teogonía. Como si su relato pudiera anticiparla, se podría releer la obra de Hesíodo como un modelo para entender algunas de las más candentes cuestiones bioéticas. Nuestro mundo parece querer estar reorganizándose a la luz de aquellos magmáticos orígenes surgidos del comercio entre el Caos, la Tierra y Eros.
Gea engendra hijos en los hijos para incitarlos contra unos padres que se niegan a renunciar al goce indiferenciado y absoluto de la madre, sea el «cínico» Urano o el «retorcido» Cronos. Los epítetos épicos son de una inquietante precisión.
Entre la angustiosa conciencia del tiempo y la sombra permanente de la castración paterna, persiste la decisión y el horror del aborto, como manifestación extrema y última del infanticidio, así como surge la posibilidad técnica de convertir a abuelas en madres de sus nietos o a hermanas en las madres subrogadas de sus sobrinos políticos. Cada vez más anónima, cualquier combinación extrema exige ser experimentada.
Según Winter, en este contexto los padres están siendo borrados de la cadena histórica y cultural de una descendencia cuyos vínculos simbólicos y hasta biológicos desean erradicarse. El lugar del padre está siendo desalojado. Casi cabría decir que asistimos a su okupación.
Bajo el principio de no no contradicción en que parecemos vivir socialmente, toda costumbre se ha convertido en anécdota, de manera que toda anécdota puede convertirse en categoría. Colaborando a que sea indiscutida, el Estado sigue atento a obtener la reclamación de su derecho a usurpar, evaporada la función paterna sobre la sociedad entera. Como toda legitimidad, de base histórica, ha sido abolida en nombre de una legalidad abstracta, toda autoridad vertical, intergeneracional, se ve cada vez más asediada.
De Sócrates a Jesús, de Troya al último de los genocidios contemporáneos, la Ley, impotente y firme, no había dejado de reconocer en sus trazos la marca polémica de la injusticia a la que buscaba poner coto. Aun en descrédito, la herencia judeocristiana sostuvo siempre que de ese fracaso nacía la esperanza de lo impensable: la Gracia.
Un mundo que se orienta a marchas forzadas hacia la invisibilidad de los padres está acompañado de reacciones de una crueldad y de un cinismo cada vez más grandes…Jean Pierre Winter
Ya fuese con la inmortalidad platónica, ya fuese por la Segunda Venida, la esperanza escatológica apuntaba así a una trascendencia liberadora. El mundo no estaba cerrado. Por el contrario, estaba abierto a recibir el nombre que revelase una plenitud intuida pero no poseída. Era esa otredad, a la vez humana y divina, una ley que reconocía y aseguraba la voz del deseo, la que permitía una continuidad creativa entre las generaciones y entre los hombres y las mujeres que aceptaban no bastarse solos a sí mismos.
Winter observa que, reducida a un puro constructo cultural la diferencia sexual, ha empezado a desaparecer cualquier criterio que pudiera poner límite, con la palabra, a esa frustrante búsqueda de la satisfacción omnipotente: «Un mundo que se orienta a marchas forzadas hacia la invisibilidad de los padres está acompañado de reacciones de una crueldad y de un cinismo cada vez más grandes a medida que las sociedades edípicas se transforman en sociedades «fraternas»». Sin su Ley, ¿quién nos protegerá de sus deseos?
La figura del padre, que una sociedad transhumana necesita proscribir, sigue simbolizando uno de los últimos baluartes de la libertad humana.
Los recientes estallidos de violencia en las sociedades occidentales pudieran estar mostrando uno de los cíclicos brotes psicóticos que la modernidad no logra acabar de reprimir.
Esta semana, en nuestra Revista de libros, dos novelas: “Vivir abajo” de Gustavo Faverón, y “Fuiste el rey” de Fernando Ariza.