Ricardo Franco | 26 de julio de 2020
De pararse alguna vez, el hombre adulto se vería sofocado por un silencio extraño, insípido, mudo, al percibir el inmediato fin de lo que ama, de todo en lo que cree y en lo que empeña sus fuerzas.
Un hombre adulto, habituado a las responsabilidades diarias, debería poder enfrentarse al pensamiento amargo de su muerte. Debería… Sin embargo, al pensar en ella, deletreando la palabra que la nombra, y pensar en su advenimiento, al pensar –si es que alguna vez piensa- en su zarpazo seguro, no podría evitar cierto temblor, cierta incomodidad, cierta incapacidad y pequeñez, o una insoportable desproporción, como un minúsculo David aplastado por la sombra alargada del gigante filisteo.
Al pensar en el golpe imprevisto de la muerte, debería sentir el vértigo insoportable de su pobreza vital, tan quejumbrosa y débil, tan insignificante frente a un destino ineludible, que se acerca y absorbe las quimeras en un oscuro torbellino. Debería, digo. Debería pensar, al menos un poco. De vez en cuando. Debería pararse alguna vez sin sofocar instintivamente ese pensamiento con la excusa del trasiego y las urgencias cotidianas, tal y como se espanta con la mano el revoloteo amenazante de una avispa.
Debería pararse como lo hace un padre frente al «te quiero» de una hija que lo abraza, y sentir que el tono de esa voz y esas palabras un día se habrán desvanecido; o frente al rostro envejecido y fatigado de su madre, incansable en el afecto y las disculpas, como solo es capaz una madre, y sentir una ternura y, al mismo tiempo, una tristeza impronunciable, al darse cuenta del lento marchitarse de la vida que le dio la vida. O al recordar, de niño, su canto mientras planchaba en las tardes de domingo y esa voz endulzaba el amargo advenimiento de otro lunes más, que en sí parecía ya otra muerte…
Este hombre adulto, de pararse alguna vez, se vería sofocado por un silencio extraño, insípido, mudo, al percibir el inmediato fin de lo que ama, de todo en lo que cree y en lo que empeña sus fuerzas. Pero digo debería. Porque un hombre así es difícil de encontrar. Ya no existe. Es como una pieza de museo perdida en el almacén de los objetos descatalogados; una pieza retirada del público en alguna urna acondicionada para defenderla, precisamente, de la erosión del tiempo y del olvido.
Pero si ya es difícil encontrar a ese hombre adulto, más difícil todavía es encontrar a alguien que encare a esa otra muerte, cercana y cotidiana, de la mediocridad del presente como tónica insípida de un malvivir distraído, mirando sin ver cómo vuelan las pavesas consumidas de la pasión y el ímpetu primero, y después caen lánguidas al suelo y las pisadas de algún niño.
Qué difícil es encontrar a un hombre consciente de su nada, que no huye, que no pasa a otra cosa, que no desvía la mirada ni cambia de conversación ante el descubrimiento de ese cansancio insoportable que paraliza el ánimo y enturbia la voluntad y las intenciones. O que no censura ese instante del sopor vespertino en el que se nos arranca el espíritu y solo queda una raspa dolorida de carne y sueño. Pero ese hombre tampoco existe. O quedan pocos. Yo conocí a uno, y su mirada bastó para salvar todo mi presente y mi futuro, todo lo que aún no había sucedido, iluminando con sus ojos el camino hacia un lugar sin pena ni ansiedad, donde todo comienza de nuevo. Pero hombres así, casi no quedan.
Porque ya no hay casi nadie con la humanidad suficientemente viva para afrontar la fatiga del vivir con una pregunta que interrogue a la insuficiencia que acecha detrás de cada éxito, de cada deseo satisfecho, de cada amor que se muere, o de cada semana de eternos retornos que no terminan.
Porque ya no hay hombres que se asomen por dentro a su profunda cueva de incertidumbres y dolores infinitos, ni bajen hasta la fuente original donde su alma de niño aún bebe esa agua que refrescaba sus anhelos. Ya no hay hombres con alma. Ya no quedan. Un viento extraño los expulsó a la frontera yerma de la ciudad, más allá de las fábricas cerradas y los arrabales, y han ocupado su lugar los analistas del cálculo, que miden, planean, y construyen un mundo muerto con material y mano de obra que no les pertenece. Por eso, lo único que queda, lo único verdaderamente humano que queda por hacer, es salir de la servidumbre de las respuestas cerradas e irracionales que escuchamos o aprendimos entre esclavos, acerca de la vida, del amor y de la muerte y volver, regresar alguna vez, a la humilde y desnuda pobreza de las preguntas, como se regresa sin miedo al lugar donde uno alguna vez fue amado.
El concepto de la traición, tan grave y deshonroso, parece rondar siempre en torno al intelectual.
Dante me ayudó a obtener la habilidad de ver el mundo iconográficamente, como una ventana a lo divino. Mi fe cristiana ortodoxa me enseña que así son las cosas, al igual que la metafísica y la filosofía tradicionales. De alguna manera, no lo había entendido como debía hasta que leí la Divina Comedia.