Chapu Apaolaza | 27 de febrero de 2021
La imagen de la sonda me reconcilia con la manera que tenemos los humanos de explorar los confines del universo y derribar nuestras propias fronteras: más rápido, más alto, más lejos.
Perseverance entraba en la atmósfera de Marte a 19.500 kilómetros por hora. En pocos minutos, frenó en seco y se posó en la superficie inhóspita, desierta y congelada de un planeta desconocido a 480 millones de kilómetros de casa; esto es un domingo por la tarde. Escuchamos el amartizaje en Madrid con doce minutos de retraso y nos imaginamos al robot en sus soledades rojas, temblándole aún las tuercas. De fondo se escuchaba el silbido del viento y de la idea de explorar el universo para mudar a la humanidad a otro planeta cuando reventemos el que tenemos. A mí no me haría ninguna gracia cambiarme de planeta, pues reconozco que este me gusta bastante.
La ciencia se esfuerza mucho en explicar de qué servirá ir a Marte. Se habla tanto de la utilidad de ir aquí o allá y todo lo que conseguiremos como especie. Conoceremos acaso la temperatura de alguna superficie o la composición de tal sustrato, la naturaleza de lo que sea: un sonido, una roca, el eco del vacío. Taladraremos cosas y tomaremos muestras. Resulta muy atorrante esta cosa de la utilidad y de explicar para qué sirve cada empresa. Yo creo que hay que ir a Marte porque hay que ir a Marte, sencillamente. La imagen de la sonda me reconcilia con la manera que tenemos los humanos de explorar los confines del universo y derribar nuestras propias fronteras: más rápido, más alto, más lejos. Porque sí. Ser hombres también consiste en plantearse si seremos capaces de lanzar un dardo y que siete meses después se clave en la diana de una llanura elegida de un planeta lejano. Sentimos la necesidad de hacer cosas por llevar la contraria a la lógica, al miedo y a todas las fuerzas de la gravedad que nos aplastan contra todos los suelos. Reivindico el impulso de las empresas que parecen imposibles y que merecen nuestro esfuerzo por el mero hecho de intentar conseguirlas y de seguir nuestra voluntad hasta la consecución de las mayores hazañas en los rincones más descabellados. Hacer las cosas porque sí ante el reto del «a que no».
En el astronauta, en el montañero y en el torero late la gran hazaña de superar el instinto de supervivencia, que es una de las cualidades del ser humano y una de sus grandes señas de identidad. En la búsqueda de los terrenos cercanos a su desaparición terrena, la persona encuentra un sentido trascendente del que carecen los demás animales. Enfrentándose a la muerte, el hombre cobra vida. En el transbordador, en la elipse de la Maestranza y en la cima del Annapurna, pone todo en juego por un impulso y sueña, y siquiera en la ensoñación de la conquista de lo inútil, el hombre es más hombre.
Los toreros, los montañeros y los hombres del espacio dieron vida a mis sueños. Antes de dejarse la vida en el Annapurna, Iñaki Ochoa de Olza corría el encierro en la Cuesta de Santo Domingo. Murió en la montaña en mayo de 2008, después de una de las tentativas de rescate más emocionantes que se recuerden en la historia del alpinismo. Años antes, cuando era un niño de seis años, mientras su padre corría el encierro, subía a Iñaki al muro que hay sobre la cuesta y con la faja sanferminera ataba al chaval a la barandilla para que no se cayera. Cuando se hizo mayor, él también bajó a la calle. Delante del toro era menudo, rápido y valiente, y lo sentía uno al lado, fibroso y flexible como una rama verde. El periodista Gabriel Asenjo le pasó a Iñaki su tesis sobre el deporte y los escolares en la que sostenía que los chavales trepaban a las cosas para dominar los altos y el montañero respondió que lo hacían para «explorar y emocionarse». Al lado de una cita del atleta Roger Gilbert Bannister, Ochoa de Olza anotó una frase esclarecedora de nuestros encierros y de sus montañas: «Corremos porque nos gusta con locura».
Ya no quiero sentirme útil, qué vulgaridad. ¡Quiero sentirme vivo!
Así que el niño se sube a las cosas por placer y es ese placer el que da sentido a su trepar. Niños que trepan, niños que corren y niños que sueñan, niños que juegan con naves de la NASA, ¡magníficas crías de Homo sapiens! Pienso en Iñaki subido al muro de Santo Domingo y en sus últimas noches en el Annapurna sentenciado por el edema pulmonar en la única compañía del cielo de Nepal y de la mano de su amigo Horia Colibasanu. Digo que pienso en ellos en esta selva de utilidades, de justificaciones y de motivos que nunca llegan a explicar la vida y el misterio insondable del hombre.
Que si luego en el viaje espacial se encuentra uno un material que sirve en el futuro para operar los juanetes, bienvenido sea, pero creo que las cosas que busca el hombre son una excusa para el viaje mismo del hombre que va a los sitios por el placer de ir y de divertirse, y es esa manera de superar la escala lógica de sus prioridades -ir a Marte muriéndose la gente de hambre en la Tierra- es justamente lo que hace que el hombre sea hombre. Qué harto está uno de la utilidad de esto y de lo otro. Las películas tienen que ser útiles, los viajes tienen que ser útiles, los versos y los libros tienen que ser útiles. Ya no quiero sentirme útil, qué vulgaridad. ¡Quiero sentirme vivo!
En 1961, el soviético Yuri Gagarin se convertía en el primer hombre en viajar al espacio. Su vuelo abrió el camino hacia la Luna.
El papa Pablo VI siguió con atención el viaje del Apolo 11 en dirección a la Luna y destacó su importancia científica.