Higinio Marín | 27 de agosto de 2021
El turismo playero es, contra todo prejuicio, un veraneo metafísico, seguramente desprevenido, pero encaminado a experimentar lo elemental de nuestra presencia en un mundo que, a pesar de todo y de nosotros, sigue siendo bueno.
Los documentales naturalistas nos han acostumbrado a ver las grandes migraciones estacionales de especies gregarias a través de vastas llanuras. Si miramos con ojos de estudioso, la costumbre del veraneo constituye una de esas migraciones estacionales más fascinantes. Para empezar, pone de manifiesto las aficiones acuáticas de nuestra especie que, si bien es completamente terrestre, tiene, sin embargo, intensas inclinaciones anfibias.
Así que durante los meses estivales las poblaciones costeras acogen a las muchedumbres habitantes de las ciudades recalentadas en busca de las brisas y los baños marinos. Una estrecha, ardiente y ventosa franja de litoral arenoso es el motivo principal de esas peregrinaciones anuales: la playa.
Sabemos que no se trata de una costumbre antigua. Durante el siglo XIX y por prescripción médica, las estancias curativas en la costa empezaron a extenderse entre la aristocracia. El desarrollo industrial y la construcción de ferrocarriles hizo accesibles esos lugares para los habitantes de las ciudades atraídos por los efectos curativos del clima y el mar. Todo lo cual se asoció muy pronto a las diversiones suministradas por la naciente industria del ocio.
Pero el gusto por los baños y el esparcimiento playero no fue una costumbre multitudinaria hasta mediados del siglo XX. Se trataba del recreo de las clases medias urbanas, capaces de acceder a una segunda vivienda y de disponer de medios privados de transporte. Fueron los automóviles, el crédito hipotecario, la industria hotelera y las vacaciones remuneradas las que convirtieron las playas en la delgada línea que concentraba las aspiraciones de un bienestar idealizado y accesible.
Sin embargo, todas esas circunstancias histórico-sociales no terminan de explicar el magnetismo que convierte a la playa en un topos -un lugar común- y casi en una institución de nuestras sociedades. Desde luego que el alivio veraniego del mar y los baños forman parte principal de ese atractivo. Pero, a mi juicio, hay algo más. La playa es un lugar curioso, un límite en el que se reúnen los elementos naturales del paisaje, pero, precisamente, reducidos a su forma elemental.
En la playa, tierra, agua, aire, luz y calor crean un espacio singular compuesto por los meros elementos limitándose entre sí. Por eso, el paisaje se vuelve abstracto sin intervención humana, apenas compuesto por estratos puros y superpuestos que resumen el mundo: el mar sobre la tierra, y sobre ambos el cielo compuesto del aire y de la luz y el calor emanados del Sol ardiente. En la playa, pues, se hace comprensible la experiencia primitiva pero intuitiva -expresada por los primeros poetas y filósofos- del universo como la suma compuesta de los cuatro elementos primordiales: tierra, aire, agua y fuego.
Se comprende también que el mundo como amenaza consista en la agitación desatada y revuelta de la tierra, el agua, el aire y el fuego: las tormentas. Rayos, huracanes, inundaciones, riadas, incendios, erupciones y avalanchas son todavía hoy las figuras del mundo como tormento. De ahí que lo crucial de la playa sea que se trata de una síntesis habitable de esos mismos elementos en paz entre sí y en paz con el hombre. Y como esa afortunada proporción entre el hombre y el mundo se da sin labor o industria humana, no puede extrañar que la playa se haya convertido en uno de principales iconos simbólicos de lo paradisiaco.
El sapiens en bañador es un asunto mucho más respetable de lo que pudiera parecer
Esa naturaleza elemental y limítrofe -mejor: liminar- del lugar no es en absoluto ajena a su magnetismo, ni éste podría ser percibido si no fuera desde y en otro límite: la piel. La playa es sobre todo una experiencia táctil y, más en particular, epidérmica. Por eso, la mayor parte de los animales no pueden experimentarlo. De hecho, ir a la playa significa en realidad ponerse en la piel para reducirse al contacto con los elementos que componen este mundo. Sentir la tierra ardiente en un equilibrio dichosamente habitable por el efecto del agua y el aire, es un prodigio cuya condición ordinaria no engaña a nuestro cuerpo, ni a la piel que en la playa se transforma en la sede y el órgano de la autoconciencia.
Esa reducción a una inmediatez indefensa pero bienaventurada con el mundo, experimentada en y mediante la piel, es como una reconciliación (y una arqueología) simultánea del mundo y de la conciencia que se ajustan y reconocen como hechos el uno para el otro. De manera que el turismo playero es, contra todo prejuicio, un veraneo metafísico, seguramente desprevenido, pero encaminado a experimentar lo elemental de nuestra presencia en un mundo que, a pesar de todo y de nosotros, sigue siendo bueno.
No obstante, la playa encierra todavía otro misterio, pues más que un simple lugar es un acontecimiento que, ciertamente, tiene lugar. El hecho de que no baste la geografía y sea precisa la concurrencia del clima, le da esa estructura de ocasión u oportunidad que se puede perder, como recuerda el cuerpo sin alma de las playas en invierno. De ahí que la nostalgia forme parte sustancial de la playa, es decir, el sentimiento del irreparable paso del tiempo. Un lugar que, en realidad, es más un tener lugar, un acontecimiento o un tiempo tiempo, y, más en particular, el tiempo en el que podemos habitar el mundo con una tranquilidad desprevenida y dichosa.
Esa naturaleza temporal se pone también de manifiesto en la fascinación que nos produce la combinación de la forma arenosa de la tierra y la acuática del océano. Jugar con una y con otra es como jugar con el principio de todo: la tierra y el agua dándose forma la una a la otra; la tierra tomando la movilidad del agua y ésta asumiendo la solidez de lo terrestre. Además, desiertos y océanos son la geografía visible del tiempo porque en ellos nada permanece y todo es mudanza. Nada puede edificar el hombre en el mar ni en la arena del desierto, y, sin embargo, en la playa uno y otro se ralentizan mutuamente, al menos el tiempo justo para poder edificar castillos y verlos desmoronarse.
Los castillos de arena son una imagen certera de nuestro paso por el mundo y de cuanto hacemos en él. Una inconsistencia que, no obstante, no es un mero vagabundear errante porque el mundo mismo nos ha mostrado que también es nuestro hogar. Por eso, forma parte sustancial de la playa su nostalgia que no es solo la del mundo y nuestra vida relajada y desprevenida, sino la del tiempo en el que los castillos de arena se merecían todo el empeño de nuestra voluntad.
La infancia y, más en general, cualquier tiempo en el que se pueda celebrar la vida en este mundo, se asocian con particular afinidad a la playa porque ésta consiste, precisamente, en poder sentir que el mundo y nuestra vida en él guardan una antigua armonía, y que no siempre ni en todo hay que afanarse para evitar la desgracia.
Esa sensación de pérdida y de retorno propia de la playa como lugar del territorio y de la memoria, tiene en el baño la representación central de su desapercibida dirección. En todas las culturas los ritos acuáticos han constituido ritos de renovación. Bañarse no es un mero recurso para equilibrar la temperatura corporal. El agua es un medio con densidad y temperatura distintas que modifican la experiencia sensible de nuestro cuerpo que, para empezar, parece menos pesado y más a salvo de la gravedad. Así que no es necesario acudir a Freud y a la idea de lo acuático como recuerdo del líquido amniótico, para advertir que la inmersión nos introduce en ese otro medio que es como un regreso.
La limpieza y el descanso son la forma de ese regreso al antes de todo lo demás. Pero ese antes no es el inconsciente, sino la experiencia elemental de que las realidades físicas son para nosotros signos que incoan lo que significan, y el agua refresca, limpia y nutre todo lo viviente. Así que si el baño nos deja ‘como nuevos’ es porque nos regresa al principio que nos vuelve a hacer capaces, renovados y casi como si nada hubiera ocurrido: el signo físico de una reconciliación.
Algo semejante suponen la comida y el sueño que renuevan las fuerzas y restauran la integridad desde la que se puede volver a empezar. Ambas, además, implican esa indefensión despreocupada y tranquila. Por eso, la comida, el sueño y el baño son los hábitos físicos que convierten a un lugar en habitación, en casa. Y la playa es la experiencia del mundo como casa sin edificar, como intemperie bienaventurada, por gracia del lugar y del tiempo.
Así que se podría pretender que la experiencia de la playa está incompleta sin comer y dormir, y que un instinto certero y desprevenidamente metafísico guía al bañista de siesta y viandas. El sapiens en bañador es, pues, un asunto mucho más respetable de lo que pudiera parecer, aunque, eso sí, a condición de que nos abrace esa sonriente modorra que la playa misma induce y que permite confundir ideas y ensoñaciones hasta hacernos sentir nostalgia.
En la isla donde vive la diosa Calipso, nos encontramos a la vez con los encantos y los riesgos de la playa. Homero nos pone frente a un hecho misterioso: el inmortal cuerpazo con el que fantaseamos no nos hará verdaderamente felices. El que es amante verdadero se juega la piel: una piel que envejece velozmente ante nuestros ojos. Escapar de la historia que está escrita en nuestros cuerpos es escapar del significado de nuestras vidas.
Un pódcast, una novela negra, otra del Oeste, una entrevista, una crónica y dos películas para el mes de julio más atípico de los últimos tiempos.