Jesús Montiel | 27 de septiembre de 2020
El matrimonio y la paternidad, es decir, el choque frontal y diario con otras voluntades, son eficaces disciplinas para aniquilar el ego.
La cajera no viene. El hombre con los brazos tatuados y yo llevamos cosa de diez minutos esperando que nos atienda. Él se ha ido a buscarla, pero la cajera, en otro pasillo del supermercado, habla con alguien al que no puedo ver. Siendo sincero, yo también comienzo a impacientarme. No tengo prisa, pero lo hago.
Entretanto, como frailes diminutos, un puñado de gorriones se adapta a nuestras limosnas al otro lado de la entrada. Me maravilla su manera de vivir, obedeciendo.
La cajera sigue sin atendernos, cuando llega un tercer comprador. El hombre tatuado me observa como si quisiera contagiar su enfado. Estudia mi expresión, busca en mí su misma inquietud, cada segundo más encendido. Cualquier lugar con gente nos pone a prueba. Cualquier prójimo. La fricción con los demás pone de manifiesto lo que tenemos dentro. El matrimonio y la paternidad, es decir, el choque frontal y diario con otras voluntades, son eficaces disciplinas para aniquilar el ego. Si no hubiera convivido con alguien distinta a mí las veinticuatro horas del día durante once años nunca hubiera conocido mi resistencia al amor, como tampoco la compasión o el perdón, la única máquina del tiempo.
La ira es una adicción, como el tabaco o el telediario. En realidad, un fracaso en nuestra relación con los demás y con el mundo
Cómo brilla la calle, pienso. Parece una joya o el cuerpo de un resucitado.
El joven tatuado gruñe, se le nota nervioso. Conozco su enfermedad. La ira es una adicción, como el tabaco o el telediario. En realidad, un fracaso en nuestra relación con los demás y con el mundo. Uno grita, insulta, hace daño con las palabras porque se siente frustrado. Porque se ve pequeño. La ira es un mecanismo de defensa, la armadura del miedoso, su manera de protegerse.
El hombre tatuado deja de mala manera dos euros junto a la caja registradora y se marcha airado, antes de que llegue la cajera. Cuando cruza la puerta, los gorriones salen desperdigados. La cajera llega por fin, me atiende y salgo del supermercado. Poco a poco, los gorriones reconquistan la acera. Una rama del árbol que hay junto al puente agrieta el cielo. El hombre tatuado soy yo, me digo mientras vuelvo a casa. Me siento en el banquito de madera todos los días para vencerlo.
Esta semana, en nuestra Revista de libros, dos novelas: “Vivir abajo” de Gustavo Faverón, y “Fuiste el rey” de Fernando Ariza.
No escuchamos la realidad porque la manipulamos. Es decir, usamos las cosas para nuestros propios fines.