Jesús Montiel | 27 de octubre de 2019
Nuestra época detesta la muerte. Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían.
Se nos olvida nuestra mortalidad. Creemos, en el primer mundo, que la muerte no va alcanzarnos. Hace poco se ha hecho viral una carta al director de El País en la que un octogenario reclama su derecho a ser mortal. Se lamenta de los consejos de su hijo, que lo instiga a caminar a diario, comer sano, adelgazar. El anciano exige que lo dejen morir, que mejor que recomendarle una dieta saludable o los diarios paseos lo acompañen en el tránsito. Es decir, que incluye la muerte en el horizonte en lugar de rehuirla. Y que aceptar su mortalidad, argumenta, asumirla como puerta y no como pared, es mayor hazaña que rebasar los cien, pues esa esperanza frente al fin inexorable ha sido un trabajo de muchos años.
Nuestra época detesta la muerte, se sabe. Stanley Hauerwas sostiene (en Poner nombre a los silencios, Ed. Nuevoinicio) que “la labor de la medicina consiste hoy en mantenernos vivos toda costa”. Antes, en la menospreciada Edad Media, dice también, las personas preferían una muerte larga para prepararse y ser conscientes. En nuestra época preferimos la repentina, aquella que cause menos dolor a los nuestros y que evite el sufrimiento porque no tiene sentido. El acuerdo colectivo ya no es la buena muerte sino el deseo de esquivarla. Y la medicina es parte de esta conspiración. Aunque presuntamente neutra, está ideologizada: interpreta la enfermedad como un sinsentido y por eso su objetivo es el de averiguar las causas para eliminar las consecuencias. Ya no se cuida al enfermo, sino que se interviene eficazmente.
La medicina moderna, como nosotros, pretende alargar la vida porque la muerte deja de tener sentido sin una narrativa. La muerte ya no es parte de un argumento sino una falta de ortografía. También el filósofo Byung Chul-Han sostiene que hoy en día la muerte es más difícil que nunca. De ahí ese deseo prometeico de la desmaterialización. La lenta pero imparable huida de la carne hacia la máquina. Hacia los píxeles. Un soporte menos caduco, más duradero, para esta vida que es lo único demostrable.
Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían. De alguna forma, negando la muerte, opacándola, la vida pierde brillo. Se desluce. Como los anacoretas y los místicos, yo pienso cada mañana y cada noche en mi muerte. Esta gimnasia del espíritu, recordarme que soy caduco, muscula la acción de gracias. Sabiendo que hay que atravesar la oscuridad que empieza cuando cerremos los párpados, la vida se vuelve un camino, un misterio, algo superior al cálculo, que exige la humildad y la oración.
Este anciano que ha escrito al periódico ha hecho algo muy importante, verdaderamente revolucionario: oponer a la duración el sentido. Me ha conmovido su carta tan humana, tan lúcida, tan entrañable. El hecho de que se haga viral, por otra parte, indica que hay esperanza. Creo que, tras la fiebre científico-tecnológica, todos somos conscientes de que la muerte llegará, aunque ahora llegue más lenta. Y que quizá sea una puerta y no una pared, como asegura a sus ochenta y pico este anciano.
El truco para escapar de la costumbre es amar la costumbre. Entonces todo es nuevo aun siendo lo de siempre.
Para el creyente no hay una frontera tajante entre la vida eterna y esta otra. Nada mejor, para vivir bien esta vida, que el horizonte de la eternidad.