Armando Zerolo | 28 de abril de 2020
Los predicadores de catástrofes son como orugas. La mente humana no se sostiene en la incertidumbre y acudimos a cualquiera que parezca una voz autorizada para que nos calme.
“El capitalismo ha muerto”, “el sistema liberal ha fracasado” o “la naturaleza ha sido derrotada por la tecnología” son algunas de las predicciones de nuestros profetas. Todos necesitamos escuchar a alguien cuando nos encontramos perplejos ante una situación. La mente humana no se sostiene en la incertidumbre y hoy más que antes acudimos a cualquiera que parezca una voz autorizada para que nos calme. Lo necesitamos, no importa si es irracional, lo verdaderamente urgente es que apacigüe nuestra inquietud.
En estos días proliferan los profetas, los agoreros y las Casandras, y la razón de ello es que aumenta la demanda. Las fake news abundan porque, en realidad, encuentran un gran mercado ávido de noticias alarmantes y catastrofistas. El ánimo inquieto parece calmarse solo con la dosis justa de odio y catástrofe, nunca demasiado para no alterar el espíritu aburguesado. Es tan solo un desahogo, nada serio, nunca lo suficientemente verdadero como para no alterarse. La verdad produce un impacto demasiado hondo, y no es eso lo que se quiere.
A veces descubro a un viejo conocido detrás de un perfil anónimo en Twitter, que es la red sobre la que caen los funambulistas que asumen los riesgos a medias. Recorro sus publicaciones y sus preferencias, y descubro una agresividad y una beligerancia que no concuerdan con la persona que conozco, sostiene unas opiniones que sé que no se cree, y apoya a gente que me consta que no se toma en serio. Lo siguen muchos otros perfiles anónimos que me imagino que tampoco se tomarán en serio ni a sí mismos ni a mi amigo. Pero todos dicen barbaridades, todos se apoyan entre ellos, y se siguen entre sí a centenares.
Me imagino que lo hacen por el efecto catártico que tiene, por la depuración de las pasiones que produce, igual que a los griegos clásicos se la producía la contemplación de una tragedia. Pero estos enmascarados modernos no buscan en realidad una depuración de las pasiones, sino un divertimento mórbido. En la agresividad que muestran en redes, y en la necesidad que tienen de consumir malas noticias, hay mucho de aquellos jóvenes aburridos de principios del siglo pasado que fueron a la guerra por puro divertissement. En su asomarse a una esfera pública anónima para verter algo de su desencanto y chutarse su dosis justa de cabreo hay una actitud burguesa que no acepta ningún tipo de cambio.
A estos amigos siempre les aconsejo que pongan su cara en el perfil y que se hagan llamar por su nombre verdadero. El primer encuentro con la realidad debe ser con ellos mismos, arriesgando su cara y cruzando la cuerda de las relaciones humanas sin red protectora. Esta es la condición necesaria para que se produzca un encuentro con los demás, y con la realidad.
Decía Ulrich Beck, autor al que he vuelto para tomar distancia de profecías y Casandras demasiado afectadas por el virus, que en nuestra sociedad hay orugas. “Todos sabemos que la oruga se convertirá en una mariposa. ¿Pero lo sabe la oruga? Eso es lo que deberíamos preguntar a los predicadores de catástrofes, que son como orugas, envueltas en la cosmovisión de su existencia larvaria, ignorantes de su inminente metamorfosis. Son incapaces de ver la diferencia entre decaer y convertirse en algo distinto. Ven la destrucción del mundo y sus valores, cuando en realidad no es el mundo el que se desmorona, sino la imagen que tienen de él”.
En La metamorfosis del mundo, Beck ya afrontaba el cambio sociológico que se estaba produciendo en nuestro mundo cultural, y hacía un esfuerzo por ver las consecuencias positivas de los cambios que percibíamos como negativos. Huía de las orugas e intentaba identificar nuestra relación conflictiva con el cambio.
Beck es uno de los grandes teóricos del riesgo y de cómo su percepción influye en la sociedad. Hoy, con más claridad que en otros momentos, somos conscientes del riesgo de vivir. El cambio climático fue una de sus grandes preocupaciones, porque evidenciaba que nuestras sociedades contemporáneas perciben unos riesgos que antes no nos afectaban. En una noticia del diario Le Monde de 23 de abril, se decía que los franceses perciben con mucha mayor preocupación el riesgo climático y sanitario que el económico y la seguridad pública. Al cambio climático se ha incorporado un nuevo riesgo, el de la salud, con el que comparte ciertos aspectos.
En primer lugar, se percibe en ambos casos una gran impotencia tanto nacional como internacional para afrontarlo. Respecto al cambio climático, decía Beck que “la principal fuente del pesimismo climático reside en una incapacidad generalizada, o en una falta de voluntad, para reformular cuestiones fundamentales relativas al orden político y social en la era de los riesgos globales”, lo cual se percibe también con la COVID-19. Vemos ante nosotros un Estado incapaz de gestionar un problema del que hubiésemos esperado una solución rápida y eficaz, y esto provoca impotencia. Hay fenómenos globales que se escapan a la gestión nacional, y hay situaciones que exceden nuestra comprensión.
Afirmar un “no lo sé”, permanecer en la duda, sin confiar ciegamente en cualquier autoridad, es propio de la actitud investigadora científica, pero la sociedad no es capaz de mantenerse en un estado de incertidumbre permanente. Necesitamos creencias o, en su defecto, sucedáneos que nos devuelvan el confort.
Cuando acabe la pandemia, en nuestra alma se introducirá un pequeño temor a que nos haga bajar del pedestal al que se subió la humanidad.
A simple vista, el coronavirus ha confinado a las personas en sus hogares y a los países dentro de sus fronteras. Sin embargo, esto manifiesta la radical interdependencia global y local que es constitutiva de nuestras sociedades.