Elio Gallego | 28 de abril de 2020
La generación que levantó a España de la miseria tras la Guerra Civil, la que trabajó y sudó, como quizá ninguna otra en nuestra historia, está muriendo por miles.
El genial político Edmund Burke definió la sociedad como un gran pacto entre las generaciones, un pacto entre los que ya habían muerto, los vivos y los que habían de nacer. Definitivamente, nuestra generación ha roto dicho pacto.
Respecto de los muertos, de nuestros antepasados, o bien se les ignora o bien se les deprecia, cuando no se les criminaliza. Ya se sabe, nuestros antepasados eran católicos fanáticos, culpables de todo lo peor que se puede decir de un ser humano: racistas, genocidas, machistas, intolerantes y homófobos. Por eso, o no se habla de ellos o, si se habla, es tan solo para avergonzarse de su historia, de una historia que, querámoslo o no, no deja de ser la nuestra.
Y sobre los que están por nacer, ¿qué decir? De los pocos concebidos y que han tenido la fortuna de sortear toda clase de estrategias anticonceptivas, un porcentaje altísimo, más de cien mil anuales, serán víctimas del aborto provocado, o, lo que es lo mismo, serán exterminados. Eso, en cuanto a los muertos y los por nacer, ¿y en cuanto a los vivos? Pues esta pandemia también nos ha dejado al descubierto.
Nuestros mayores, la generación que levantó a España de la postración y de la miseria tras la Guerra Civil, la que trabajó y sudó, como quizá ninguna otra en nuestra historia, está muriendo por miles sin que, en muchos casos, hayan podido estar acompañados por sus familiares y amigos, sin sacerdotes ni sacramentos. Solos. Muchos de ellos postergados en los tratamientos en favor de personas más jóvenes, sin pararnos a pensar un momento en la enorme deuda que teníamos contraída con ellos. Porque ha sido la generación sacrificada. Sacrificados en su vida, y ahora sacrificados en su muerte.
Posiblemente se va con ellos la mejor generación que ha tenido España en mucho tiempo. Y casi no podemos decirles ni adiós. Ellos han sido la generación sacrificada por sus hijos, hombres y mujeres envejecidos dando lo mejor de sí mismos para que nosotros pudiéramos vivir mejor y no sé si debidamente correspondidos. Una generación que trató de usted a sus padres y que nosotros, sus hijos, apenas los hemos tratado como iguales.
Qué doloroso resulta leer esta observación escrita por Aulo Gelio hace dos mil años y compararla con lo que estamos viviendo: «Los romanos más antiguos, decía, solían conceder a la edad honores mayores que al linaje o al dinero, y los ancianos eran respetados por los más jóvenes casi como si fueran dioses o padres y en todos los casos o circunstancias protocolarias ocupaban los puestos principales y más importantes». Sí, igual que ahora.
En continuidad con su idea de la sociedad como un gran pacto entre las generaciones, Burke tenía por cierto que quienes no cuidaban de sus mayores tampoco cuidarían de sus descendientes. ¿Se equivocaba? No lo creo. La generación de nuestros hijos será, ya lo están siendo, la siguiente víctima de la quiebra de ese gran pacto. Además de ser una generación a la que se le ha hurtado su patrimonio moral e histórico como pueblo y nación, se le está hurtando ahora, y no en menor medida, su patrimonio económico.
No es que no se esté ahorrando para ellos, como sí hicieron nuestros padres, es que les vamos a dejar una auténtica montaña de deudas. Una montaña que, si antes de la pandemia ya era enorme, ahora amenaza con crecer vertiginosamente. Porque no es solo la deuda computada, que ya es brutal. Es la que resulta de todos los gastos comprometidos en pensiones y sanidad para los que se acaban de jubilar o están próximos a hacerlo.
¿Quién podrá aguantar semejante carga? ¿Acaso nuestros hijos, integrantes de una generación disminuida en número y que en muchos casos se ha criado en familias desestructuradas, y donde la eliminación simbólica del padre y de lo paterno se ha vendido como el gran logro de la civilización? ¿Podemos sorprendernos, acaso, de que el resultado sea una generación desorientada y lastrada por una gran fragilidad moral y psicológica? Esta es, pues, nuestra herencia, ¿podemos estar orgullosos de ella?
Estamos a tiempo, y es mucho lo que podemos aprender con lo que estamos viviendo. Es hora de reconocer todo lo que hemos hecho mal y arrepentirnos. Nos conviene hacer duelo por nuestros errores, ser honestos y rectificar. Solo así, desde la humildad, estaremos en condiciones de comenzar a hacer las cosas a derechas y, dejar, por fin, de izquierdear.
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