Luis Núñez Ladevéze | 28 de junio de 2019
El Día del Orgullo siembra el mismo temor que los gays sufrían en el pasado. Sus promotores aborrecen la sociedad que los normaliza y consienten a las que los esclavizan.
Una amiga homosexual que convive con su pareja desde hace años vino a verme para que le aconsejara sobre la tesis doctoral que estaba preparando. Una vez en casa, me dijo que tenía una amiga que la acompañaba, pero que se había quedado en un bar cercano esperándola. Le confesé mi extrañeza de que no hubiera subido con ella para presentármela. Me miró sorprendida.
– ¿Pero tú sabías…?
– Naturalmente, le dije. Tus padres se preocupaban en ocultarlo, pero era algo tan claro que nosotros no entendíamos sus reservas.
Sus padres habían sufrido por esa causa y, al tratar de ocultar lo patente, aunque no lo pretendieran también la habían hecho sufrir a ella. Le dije que hacía muchos años mi mujer y yo habíamos advertido su orientación.
Nadie debe ser perseguido por sus ideas, su religión, su sexo, su raza ni, en definitiva, por las peculiaridades de su condición
Antes de llamar a su amiga, dijo casi murmurando: “Lo he pasado mal a causa de que mis padres no lo aceptaban. Mi problema ahora es que quiero vivir con naturalidad, pero con esto del Orgullo hay mucha estridencia, un afán desmesurado de hacerse notar. ¿Y por qué tengo que hacerme notar si lo que deseo es vivir como cualquier otra persona y dedicarme a mi tesis?”
He reflexionado sobre este encuentro. La hija de mis amigos, que es la amiga de mis hijos, ha sufrido innecesariamente a causa de que sus padres no tuvieran naturalidad para aceptar su orientación. Acepto que ese lema del “Orgullo Gay” pudo tener sentido algún día pasado. Tenían que salir del armario donde los prejuicios, arrastrados por una sociedad sedicentemente igualitaria, los había retenido por la resistencia de los prejuicios sociales a validar los principios legales.
Pero, ¿qué significa “salir del armario”? Si hubiera que definirlo de algún modo, significa lo que nuestros preceptos constitucionales tienen refrendado desde 1978, por acuerdo de todos para reconocimiento de los principios universales de igualdad y libertad. Nadie debe ser perseguido por sus ideas, su religión, su sexo, su raza ni, en definitiva, por las peculiaridades de su condición, bajo o alto, miope o présbita, sano o tullido, gordo o delgado, heterosexual o no.
Las reglas son patentes, pero el progreso en su aplicación social es lento, porque toda sociedad viene de donde viene. Las sociedades nacidas del cristianismo y pasadas por la secularización ilustrada de los principios cristianos de igualdad y libertad entre los hombres han experimentada la lenta socialización del proceso. Han convertido, lenta pero progresivamente, en normal lo que era normal en los principios cristianos de humanidad y abandonando el lastre social todavía adherido a las sociedades veterotestamentarias.
En Estados Unidos, los negros tuvieron que sufrir durante dos siglos y superar una cruel guerra, no para que se reconociera el día de la negritud orgullosa de sí misma, sino para que se llevara a la práctica jurídica el ideal cristiano de igualdad entre los hombres. Todavía los judíos padecen en muchas partes persecución por serlo, pero no convocan al prójimo a celebrar el día del orgullo judío.
Hubo de pasar mucho tiempo para que se admitiera el voto femenino y desapareciera el sufragismo. También para que la ley civil admitiera la plena capacidad de las mujeres para la administración y enajenación de sus propios bienes. No necesitan ahora para mantenerse el exhibicionismo estridente de una patología callejera.
Quedarán restos, pero es una historia que pertenece al pasado. Al menos es así en las sociedades ilustradas. Sin embargo, paradójicamente, está aún presente en las culturas asiáticas, donde no se celebra ningún Orgullo y los homosexuales son castigados públicamente por el delito de serlo o de practicarlo.
Es “paradójico” que allí donde tendría sentido rechazar la discriminación sea donde menos se hace oír la reclamación. Reprimidos en las tradiciones islámicas que se extienden por el oriente arábigo y el continente africano, se exhibe el orgullo donde no se cuestiona su práctica. Paradójicamente, sus promotores aborrecen la sociedad que los normaliza y consienten a aquellas que los esclavizan.
No hay motivos para exhibir un Día del Orgullo que tiene más de patético que de lúdico. Cuando la sociedad y las leyes han normalizado los motivos de la reclamación, el exhibicionismo del festejo tiene más de arrebato patético que de expansión folclórica. Lleva a la confrontación patológica entre los pasados prejuicios socialmente superados y los que los festejantes se empeñan en revivir para fundamentar un orgullo sin causa.
No hay motivos para exhibir un Día del Orgullo que tiene más de patético que de lúdico
No hay motivo de orgullo cuando no se rechaza que alguien acepte vivir conforme a su manera de entender la vida. En lugar de buscar una normalidad apacible, los orgullosos son como los niños maleducados. Desvelan una patológica aversión hacia quienes no necesitan exhibirse para convivir con normalidad.
Si la estridencia avasalladora se propone producir temor en quienes no tienen por qué compartirla, el Día del Orgullo siembra el mismo tipo de temor que los gays sufrían cuando no eran considerados personas como las demás.
La indisimulada pretensión de dominio no es una invitación a la convivencia. Hay motivos para sentir miedo ante lo que más parece una demostración de fuerza que de sosiego. Temor por la agresividad proselitista no orientada a aquietar el ánimo, sino a exaltar una causa con la que nadie está obligado a comprometerse.
Miedo al adoctrinamiento impuesto al servicio de un ideario que se trata de impartir a quienes no lo comparten. Miedo a la pretensión totalitaria de establecerse como criterio de corrección ideológica. Miedo a que obliguen a nuestros descendientes a dudar de sí mismos para optar si ser hombre o mujer sin motivos para plantearla.
Miedo a que la exhibición de la diferencia imponga como factor de igualación entre hombres y mujeres la indiferenciación de los sexos. Miedo a que se obligue a los niños a no dudar de lo que los sentidos captan sin que nadie se entrometa para planificar su vida, se salga o no se salga del armario.
El miedo que superaron al despertar su orgullo es el que ahora provocan cuando alardean para exhibirlo sin motivo.