Carlos Marín-Blázquez | 28 de julio de 2021
Podría decirse que en lo que vivimos ahora es en una clamorosa suspensión de los baremos objetivos con los que en una sociedad sana habrían de sancionarse las conductas más indecorosas.
Hay un aura de gravedad y nobleza en los personajes que retrata en sus cuadros El Greco, en El caballero de la mano en el pecho, por ejemplo, que los especialistas del Museo del Prado restauraron hace ya unos cuantos años, devolviéndole la nitidez de sus perfiles y restituyendo sus tonalidades originales, el contraste con el fondo que, al permanecer hasta entonces sumido en una tiniebla cerrada, trasmitía a la figura una cualidad espectral de aparecido o resucitado. El caballero posa con delicadeza su mano lívida sobre la tela negra de su ropaje, a la altura del esternón, cerca de la empuñadura de la espada. En el semblante, alargado y pálido, se trasluce una impresión de intensa melancolía. Uno de los párpados cae ligeramente más desprendido que el otro, y de sus ojos –grandes pero un poco hundidos, y de contornos sombreados- apenas alcanza a desprenderse un brillo apagado, un fulgor mortecino y exhausto en el que se remansa el reflejo de una languidez contenida y de una tristeza sin fondo.
No es la mera percepción de un cansancio físico o el indicio de alguna enfermedad irremediable los que nos conmueve al detener la mirada en el rostro del caballero sin nombre, sino más bien el reconocimiento de un desengaño muy hondo que ese personaje ha resuelto sobrellevar hasta el fin de sus días con el porte estoico de una dignidad inmutable.
Uno contempla los cuadros de El Greco -que muchas veces son retratos de santos y mártires, pero cuyos modelos pertenecen a la España de su época, a la de la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII- y tiene la certeza instantánea de estar en presencia de determinados personajes de nuestro Siglo de Oro, de los protagonistas del mejor teatro del Barroco, que aún tardará algunos años en surgir, el teatro de las grandes comedias de Lope, Tirso y Calderón.
Los personajes retratados por El Greco son como una encarnación anticipada de esas creaciones dramáticas, caballeros vigilantes con su propia honra y con la de quienes permanecen bajo su escrupulosa tutela, atentos en todo momento a reparar los agravios que les puedan ser infligidos, llevados en su resolución no sólo por una visceral apetencia de venganza, sino inducidos ante todo por la certeza de que ese momento de la historia todo lo relacionado con el honor y la dignidad de las personas aparece revestido de una importancia crucial.
El honor, la dignidad. Aun cuando seamos conscientes de que en la esfera del arte los grandes conceptos tienden a aparecer idealizados, exhibidos con frecuencia bajo una luz que los enaltezca, lo cierto es que no podemos sino lamentar el instante en que esa clase de términos comenzó a vaciarse de sentido. Hubo sin duda en nuestra historia reciente un punto en que las virtudes que sostenían la convivencia y alimentaban un mínimo depósito de confianza en la condición honesta de algunos de nuestros seres más próximos (la llave de la casa que se confía al vecino, el apretón de manos con el que se cierra un trato, la fe incuestionable en la palabra dada) empezaron a quedar oscurecidas por la paulatina insinuación de una persistente sombra de recelo. Se nos impuso la imagen del mundo como un entorno de sobresaltos y terrores. Perdimos la confianza en el prójimo. El sensacionalismo atronador de ciertos medios nos inoculó la idea de que la vida apenas consistía en sortear una serie interminable de asechanzas, en participar a la fuerza en una aciaga ruleta de hecatombes en la que más pronto o más tarde todos nos expondríamos a sucumbir.
La siembra de ese estado de conciencia acarreó una merma irreparable de la alegría de vivir. Aceptada en nuestro fuero íntimo la tendencia que eleva a nivel de categoría lo que la mayor parte de las veces no pasa de ser una anécdota, fiarse de los demás se convirtió en una ingenuidad propia de niños. A partir de cierto momento, la sabiduría de los tiempos consistió en asumir la posibilidad de una intención oculta en cada gesto magnánimo, en cada actitud desinteresada. La astucia podía más que el candor; el hombre taimado llegaba más lejos que el que se mostraba abiertamente bondadoso. Fue así como nos habituamos a vivir bajo una tensa actitud de sospecha. No había que esperar a ser víctimas de ningún desengaño para extraer de la realidad la conclusión inapelable con la que Yeats remata uno de sus poemas más estremecedores y sombríos:
«Los mejores carecen de convicción
y los peores están llenos de apasionada intensidad.»
Sin embargo, ninguna de las enseñanzas contenidas en el compendio de advertencias con que nos hemos acostumbrado a desenvolvernos en nuestra vida diaria es fruto exclusivo de los tiempos. ¿Acaso hay alguien que ignore todavía la frase de Plauto -de la que tanto provecho supo luego extraer Thomas Hobbes– según la cual «El hombre es un lobo para el hombre»? ¿No está trufada la sabiduría clásica, desde El libro de Job en adelante, de ejemplos que nos avisan de la perfidia que satura el mundo, del escándalo que representa la subversión tan frecuente del orden moral en que, pese al cúmulo de evidencias que lo contradicen, nos empeñamos en seguir creyendo?
Para contrarrestar el extravío en que la realidad de un mundo inicuo sumía al hombre de otras épocas, era lo habitual que éste se aferrara a la creencia en un universo de valores sólidos. Si veía que el malvado obtenía recompensas que al hombre recto rara vez le era dado alcanzar, se consolaba no sólo mediante el desprecio de las cosas mundanas, sino a través de la perseverancia en el cultivo de su fe en algún modo de reparación ultraterrena. Por otra parte, desde el punto de vista de los poderosos, y pese a las conocidas salvedades con que la historia nos alecciona, no cabe duda de que la perspectiva de perder el honor representaba un freno, hasta cierto punto efectivo, a una porción de los abusos en que se sintieran tentados de incurrir.
Seguimos requiriendo el testimonio vivo de las personas que cifran su honor en principios distintos al afán de poder o la ciega ambición de notoriedad
En nuestra época, es justo ese vínculo entre el acto deshonroso y la pérdida de la estima social lo que ha experimentado una fractura decisiva. El relativismo moral ha destruido muchas de las coordenadas básicas que estructuraban la vida en común y, en lo que atañe al dominio de los asuntos públicos, el sectarismo dominante ha provocado que el distinto grado de censura hacia los comportamientos despreciables dependa, antes que del hecho en sí, de la filiación ideológica de aquellos que los hayan cometido. Podría decirse que en lo que vivimos ahora es en una clamorosa suspensión de los baremos objetivos con los que en una sociedad sana habrían de sancionarse las conductas más indecorosas.
Inevitablemente, esta postergación del sentido de la dignidad personal ha desembocado en lo que todos sabemos: en el apogeo de los peores, en el encumbramiento hasta los niveles más prominentes de la escala social de cierta estirpe de sujetos que no dudan en hacer gala de una desfachatez obscena a la hora de conquistar una posición de ventaja.
No obstante, si pensamos que el sentido de ejemplaridad que es posible percibir en el austero semblante del caballero retratado por El Greco pertenece a una época definitivamente cancelada, quizá nos estemos equivocando. Seguimos necesitando un fondo de decencia sobre el que sustentar los vestigios de una civilización que se descompone. Seguimos requiriendo el testimonio vivo de las personas que cifran su honor en principios distintos al afán de poder o la ciega ambición de notoriedad. Por eso habría que aprender a apartar de vez en cuando la mirada de las portadas de los periódicos y las pantallas de los televisores para dirigirla hacia ese otro ámbito, mucho más próximo y familiar, en el que, cada día, el desvelo incesante hacia los otros y el amor por el trabajo bien hecho alientan anónimamente el esfuerzo que sostiene nuestro mundo.
Es allí donde germinará la semilla de nuestra esperanza.
El Museo del Prado devuelve el color y la luz a una obra renacentista cargada de una fuerte iconografía.
Esta bella historia contiene los valores e ideales de aquella primera civilización humana. Los hombres podían medirse con Gilgamesh, y mirar a través del antiguo rey realidades tan terribles como la pérdida y la muerte, pero también grandes ideales como la amistad, la entrega y el sacrificio.