Guillermo Garabito | 29 de julio de 2021
Tengo esa edad en la que ya sé a ciencia cierta que no ganaré un oro olímpico jamás. Aunque todavía, calculo ahora que por fin tengo un bigote bien formado, estoy a tiempo de ser El Zorro.
Pasan otros Juegos Olímpicos desde que soñábamos con una medalla las tardes al sol cuando éramos críos. Aquellas cuando el fútbol se nos daba demasiado bien y corríamos sin ahogos. Aquellos años cuando aprendíamos fácilmente a casi todo: Sujetar por primera vez una raqueta en las manos, remontar un partido en contra en algún torneo en un pueblo perdido de la mano de Dios antes de que existiera Rafa Nadal en 2005 –y las remontadas las elevara a la categoría de arte– o mantener el equilibrio sobre una tabla de surf. Lo mismo da. Recuerdo estar a punto de sacarle un ojo constantemente a Pablo con cualquier palo, con cualquier objeto que pudiera parecerse a un sable, practicando fondos y tensando la paciencia de mis padres.
Era entonces, con la vida nueva y sin usar, cuando soñábamos con el oro algún día. Un oro reluciente, el himno de España sonando y un estadio en pie rendido a nuestra heroicidad. Lo de menos era, creo, en qué disciplina lo lográsemos. Vivíamos férreamente convencidos de que alguna vez llegaríamos a Sidney, a Rio o a Tokio, y volveríamos a casa como los gladiadores volvían de la muerte en Roma. Y vivimos así hasta que fuimos cambiando las disciplinas olímpicas sin darnos cuenta y pasamos a competir en eso de encontrar trabajo, conservarlo, llegar a fin de mes, sacar tiempo para los amigos, decir que no a la última cerveza, encontrar una novia, hacerla feliz sostenidamente, pensar en tener hijos, tenerlos… Ya no somos críos y estas son las cosas que nos llevan a resuello ahora. Porque la vida pasa al día y no como entonces, cuando sólo corría cada cuatro años en mundiales, Eurocopas y Juegos Olímpicos.
Cuando las tardes se suspendían entre que el Real Madrid ganaba una Copa de Europa y volvía a ganar otra. Recuerdo bañarme en pelota en la piscina hace ahora unos cuantos siglos cuando el Madrid ganó la octava aquella noche en que todavía queríamos ser Raúl González.
Con la vida nueva y sin usar, soñábamos con el oro algún día. Un oro reluciente, el himno de España sonando y un estadio en pie rendido a nuestra heroicidad. Lo de menos era, creo, en qué disciplina lo lográsemos.
Ahora tengo dos sables de esgrima que me regalaron por mi cumpleaños hace poco y la certeza de que todo lo que defenderé con ellos será mi honor cualquier tarde de estas como vuelvan a llamar los de Jazztel a la hora de la siesta. Veo Tokio a lo lejos y curiosamente de madrugada, más que por cuestiones de diferencia horaria porque de madrugada es cuando se ven las cosas a escondidas. Veo subir a tres atletas exultantes a recoger medalla y pienso en la paciencia sostenida como el único camino hacia el éxito. Es esa disciplina precisamente en la que yo no podría ni acercarme al podio ya que el único récord que ostento es el de la paciencia más corta del mundo.
Y lo acepto porque tengo esa edad en la que ya sé a ciencia cierta que no ganaré un oro olímpico jamás. Aunque todavía, calculo ahora que por fin tengo un bigote bien formado, estoy a tiempo de ser El Zorro.
Suspender los Juegos Olímpicos por razones humanitarias es lo más razonable. El Comité Olímpico Internacional parece no estar dispuesto a sacar la cabeza de la tierra y mirar lo que ocurre alrededor.
La incorporación al movimiento olímpico de deportes urbanos como breakdance, parkour o skate ha generado cierta polémica en la calle, concretamente en algunos practicantes de estas modalidades.