Marcelo López Cambronero | 30 de junio de 2021
Tenemos que ser precisos y delicados en aquellos aspectos en los que la sobreprotección pueda atentar contra los derechos de los demás: por ejemplo, cuando se intenta evitar que exista una discusión pública amenazando con sanciones legales que van en contra de la libertad de expresión.
«Los tontos creen que se lo saben todo, las personas inteligentes aprenden de sus propios errores y los sabios aprenden de todo y de todos». No me parece mala frase para aplicarla a la vida en general y, en especial, a la universidad: pocas veces se aprende más que escuchando los mejores argumentos de quien nos parece equivocado.
El 18 de mayo de 2021, la Universidad de Essex publicó el estudio que había encargado a la abogada experta en discriminación laboral Akua Reindorf. El documento analiza sendos incidentes en los que se habían visto involucradas dos conferenciantes externas: Jo Phoenix y Rosa Freedman.
A Jo Phoenix, catedrática de Criminología en la Open University, la Universidad de Essex le impidió participar en un seminario en diciembre de 2019, después de que algunos estudiantes repartieran un folleto amenazándola de muerte por ser «feminista radical transexcluyente». Al parecer, había criticado en público el traslado de mujeres transgénero a cárceles femeninas. Rosa Freedman, judía, conocida feminista, defensora de los derechos humanos y profesora en la Universidad de Reading, había sido apartada de un evento conmemorativo del Holocausto, porque alguien expresó la sospecha (que después se reveló infundada) de que mantenía opiniones contrarias a ciertas reivindicaciones de los colectivos transexuales.
El informe de Reindorf no solo concluyó que estos actos habían violado la libertad de expresión de ambas profesoras sino que, yendo más allá, afirmaba que en la Universidad de Essex había una «cultura del miedo» que afectaba a los empleados en todos los niveles. Un número indeterminado había confesado a la abogada su temor a expresar opiniones sobre estos temas u otros similares: podría acarrearles el despido o la marginación dentro de su entorno laboral.
La libertad de expresión y, evidentemente, la de cátedra, está en cuestión desde hace años en el mundo anglosajón, y esta amenaza se empieza a extender también a los campus de nuestro país.
No es un asunto sencillo, porque afecta a nuestra visión contemporánea sobre los derechos humanos y el respeto a las minorías que requieren una protección preferente porque son o han sido marginadas (o se encuentran en riesgo de serlo). Al mismo tiempo, la universidad es el lugar del debate libre, del intercambio de opiniones.
Pongamos un ejemplo extremo pero, tal vez por ello, pedagógico: ¿podría aceptarse que un profesor universitario defendiera la esclavitud en clase? Si hubiese en el aula descendientes de antiguos esclavos, ¿podrían apelar a que ese discurso atenta contra su dignidad? Creo que apoyar la esclavitud es algo inadmisible, pero veámoslo de otra manera, ¿y si el profesor planteara un debate libre en el que se expusieran los argumentos en pro y en contra de este lamentable fenómeno? Ningún alumno inteligente saldría de allí defendiendo una postura u otra sin haber tenido que afrontar todos los argumentos y verse obligado a adoptar un criterio razonado y no meramente ideológico. La universidad no es lugar para el adoctrinamiento, tampoco sobre lo que la sociedad considera más justo o adecuado, sino para reflexionar con sosiego y amor a la verdad.
¿Podría darse un debate similar sobre los derechos de los homosexuales, las personas trans, el aborto o la eutanasia? Y, si no es en la universidad, ¿dónde mejor? Apropiarse de la institución superior de nuestro sistema educativo para imponer una perspectiva ideológica, sea la que sea, atenta contra la misma esencia de la democracia y contra los derechos fundamentales de, sobre todo, los alumnos. Además, priva a la sociedad de uno de sus bienes más valiosos.
Volviendo al problema de la transexualidad, en todos los países —también aquí— las organizaciones y asociaciones de transexuales acusan de pertenecer a la extrema derecha a quienes no aceptan sus posiciones sobre la identidad sexual. Lamento decirlo con tanta claridad, pero es necesario: estas acusaciones no son más que patrañas. En febrero de 2018, tuve el honor de entrevistar a la histórica feminista española Amelia Valcárcel para el libro Mayo del 68: cuéntame cómo te ha ido. Amelia, militante de izquierdas desde que se afiliara al Partido Comunista siendo adolescente (en pleno franquismo), expresó con su habitual tranquilidad, franqueza y fuerza intelectual el rechazo a que la mera voluntad fuese determinante de la identidad sexual. La mayor parte de las feministas, de derechas, de centro, de izquierdas y de extrema izquierda, aquí y en cualquier parte, mantienen posturas similares.
Es difícil imaginar el sufrimiento que atraviesa una persona que no se siente identificada con su sexualidad, máxime cuando podemos estar seguros de que padecerá por ello insultos, desprecios y amenazas a lo largo de su vida. Una persona transexual debe ser respetada, tenemos que dirigirnos a ella en atención al sexo con el que se presenta ante nosotros y con el nombre que ha elegido y debe de disfrutar de todos los derechos que corresponden a su condición sexual presente: constar así en los documentos legales, acogerse a los derechos y ventajas que se le otorguen por su sexualidad actual (ayudas públicas, por ejemplo), etc.
Sin embargo, sería absurdo no reconocer que nacemos con una identidad que no hemos elegido y que es sencillamente real (Ortega llamaba «noluntad» a la realidad que nos viene dada, que no depende de nuestra voluntad). Somos hijos de unos padres, venimos al mundo en una cultura, en una época histórica, en un lugar, tenemos una carga genética y, desde luego, un sexo. No nacen personas sin más: se nace varón o mujer, y cada una de las células de nuestro cuerpo se corresponde, y se corresponderá siempre, con esta determinación.
La identidad es, sin duda, algo muy personal, pero también tiene implicaciones sociales y comunitarias que no cabe despreciar. Es un error reducir la sexualidad a una cuestión de mera elección personal. Un hombre que afirme sentirse mujer no por eso lo es ni puede exigir ser tratado como tal, por mucho que su sentimiento sea profundo y su decisión firme. No podrá, por ejemplo, insistir en que su lugar es el baño femenino, decir que se siente mujer para eludir una condena por violencia de género ni competir en pruebas deportivas en las que hay una división entre los sexos más que razonable. De hecho, esto último no podrá hacerlo ni siquiera aunque haya culminado quirúrgicamente un cambio de sexo.
Las mujeres y hombres trans no son otro sexo diferente, ni siquiera son en su naturaleza otro distinto de aquel con el que nacieron. Ahora bien, el derecho y la política modifican el trato que se da a distintos aspectos de la realidad para conseguir efectos que la sociedad tiene por deseables. Así, por ejemplo, podemos decir con toda claridad que no todos somos iguales, e incluso más bien que todos somos diferentes, pero la ley simula igualdad allí donde lo contrario sería discriminatorio. De la misma manera, el derecho puede y debe permitir que las personas trans puedan vivir de acuerdo con su nueva identidad de la manera más plena posible, incluso con una protección mayor por su riesgo a sufrir repulsas y marginación.
A la vez, tenemos que ser precisos y delicados en aquellos aspectos en los que esta sobreprotección pueda atentar contra los derechos de los demás: por ejemplo, cuando se intenta evitar que exista una discusión pública y sensata sobre estas cuestiones amenazando con sanciones legales que van en contra de la libertad de expresión y son impropias de una democracia. No digamos si estas coacciones se quieren imponer en el lugar que tiene una de sus principales razones para existir en el flujo de ideas y su contraste, es decir, en la universidad.
Es posible pensar de otra manera, y les aseguro que, como dije al principio de este artículo, pocas veces se aprende más que escuchando con toda atención argumentos inteligentes de quienes nos muestran su desacuerdo.
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