Ricardo Calleja | 30 de agosto de 2020
Los financieros tienen una mutación genética por la que no saben decir basta: jamás se sienten satisfechos con lo que tienen, siempre quieren más.
Me dijo una vez un profesor que los financieros tienen una mutación genética por la que no saben decir basta: jamás se sienten satisfechos con lo que tienen, siempre quieren más (más dinero, se entiende). Pero esta cualidad parece darse en todos los seres humanos, aunque quizá no solo orientada al dinero. Y me temo que, de no combatirla, puede arruinarnos el verano.
Thomas Hobbes en su Leviatán describió de la siguiente forma su concepción de la felicidad (y pareciera que viviéramos al dictado de sus palabras, más allá de investiduras): I put for a general inclination of all mankind a perpetual and restless desire of power after power, that ceaseth only in death (tomo como tendencia general de toda la humanidad un perpetuo deseo de perseguir un poder tras otro poder, sin descanso, que cesa solo con la muerte).
Nadie ha descrito mejor esta agitación frenética propia de la «búsqueda de la felicidad», que tiene más de condena o pesadilla que de plácida beatitud. Comprendemos así el carácter bulímico de nuestra cultura, insaciable y a la vez incapaz de paladear los alimentos.
Este frenesí se contagia también a nuestros tiempos de ocio, que convertimos en un perpetuo perseguir una emoción tras otra, sin descanso, que nos haga olvidarnos de la muerte. Paseamos así en círculo por el patio de nuestra propia jaula, para lamentarnos como Oscar Wilde: each man kills the thing he loves. Este modo de vivir mata todo aquello que amamos, pues nunca podemos detenernos a contemplarlo con fruición, pero sin consumirlo.
Pero, ¿qué es contemplar? Comencemos por decir que contemplar es lo que hacemos cuando miramos sin sacar fotografías, cuando no hay wifi ni posibles likes. Es lo que los clásicos llamaban otium (y que oponían como es sabido al neg-otium), el descanso gozoso en la contemplación amorosa del bien, sin ulteriores intenciones.
Pero seguimos viviendo de Hobbes, negando en redondo el carácter contemplativo de la inteligencia humana (y por lo tanto la posibilidad de un disfrutar no posesivo). El filósofo inglés escribía en su De Corpore, siguiendo a Bacon y prefigurando las Tesis sobre Feuerbach: «La ciencia se ordena al poder; el teorema se ordena a resolver problemas, es decir, al arte de construir; y finalmente toda especulación se emprende en orden a alguna acción u obra».
Sí, lo sé: estamos castrados para la contemplación. Es tragicómico que necesitemos técnicas muy complicadas y viajes muy caros para lograr eso que proponen con igual énfasis y razones opuestas, la sabiduría de Oriente y Occidente: vivir el momento presente. Somos incapaces de la descansada vida del que huye del mundanal ruïdo, que cantara Fray Luis de León (sic), esa que del cetro y el oro pone olvido.
Contemplar es lo que hacemos cuando miramos sin sacar fotografías, cuando no hay wifi ni posibles likes.
Siempre en marcha como Prometeo, no alcanzamos a ver ese arbusto que ardet nec consumitur. Ese fuego que no consume la zarza, de donde viene la Voz que creó todo en siete días. Ese mismo que, después de ver «todo lo que había hecho», ponderó que «todo era muy bueno», y «descansó». Yahvé, dice la Biblia, consagró ese día para que nosotros participáramos de ese descanso y nos recreáramos por el Jardín. No porque todo lo que hemos hecho sea muy bueno (¡que Dios nos pille confesados!), sino para que descubramos que todo lo bueno que tenemos es Don y podamos “gozar del bien que debo al cielo” como ansiaba Fray Luis y levantar la copa de la salvación invocando su nombre, que cantaba el rey David.
Quién pudiera este verano detener esta loca persecución (mad pursuit!), y quedar suspendido como el mármol de Keats. Engolfarse en silencio en la contemplación de alguna verdad, que siempre comparece como belleza (Beauty is truth, truth beauty,—that is all / Ye know on earth, and all ye need to know). O empeñarse con suave concentración en una actividad placentera y sencilla, en compañía de la familia y/o los amigos.
De modo que, al terminar, la conversación se alargara un poco más de lo justo -quizá inspirada por el vino- deslizándose entre la superficie y lo profundo. Hasta alcanzar la comunión de las almas (si es el caso, de los cuerpos), con un dulce sobresalto. Poder decir –ahora sí, como San Juan de la Cruz- quedéme y olvidéme / el rostro recliné sobre el Amado / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado.
Acabar al fin en un no rompido sueño del que nos despertaran las aves / con su cantar sabroso no aprendido.
No sería muy caro.
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