José María Contreras Espuny | 31 de diciembre de 2019
Aunque el futuro venga siempre al mismo ritmo, lo vamos percibiendo de forma distinta según el momento y, sobre todo, según la edad.
Algo, cualquier cosa, puede existir o no existir. Y ambas opciones tienen su gracia. Existir está bien; algunos incluso lo consideran preferible. Sin embargo, lo inexistente resulta, por su misma indigencia, más fascinante. También más meritorio, porque lo que existe, por el mero hecho de existir, está. Por ejemplo, mi vecino… o, más concretamente, el perro de mi vecino: está, os lo aseguro; pero está porque existe, sin mayor esfuerzo, sin épica; está como efecto colateral de una existencia que le viene dada.
Pensemos, en cambio, en el Quijote. A pesar de carecer de existencia desde su mismo nacimiento, está. No existe ni lo hizo nunca, pero eso no le impide seguir espoleando a un Rocinante tan huesudo y derrengado como el primer día de su inexistencia. Por último, un término medio entre el perro y el ingenioso hidalgo sería el propio Cervantes, que estuvo mientras fue, mientras le duró la mecha de la existencia. Y si algo suyo queda en el presente, será –bella paradoja– en virtud de las inexistencias que concibió.
Ahora bien, más fascinante que el Quijote, más fascinante que don Miguel de Cervantes o que la mascota –furiosa, enana, intempestiva– de mi vecino, es el futuro, el tiempo futuro, que ni es ni deja de ser. Está, como suele decirse, balanceando la mano, ahí-ahí. Si alguien preguntara si el futuro existe, habría que contestar que no. Si alguien preguntara si, por lo tanto, no existe, negaríamos igualmente. Habita en la misma frontera de la existencia. Esta avanza imparablemente y el futuro retrocede sincronizado, a un milímetro, siempre a un milímetro. Nunca llega y nunca deja de venir. Por eso, si alguien se dedicara a pregonar que el futuro está llegando, ni acertaría ni erraría. Ahí-ahí.
Y lo más asombroso es que, pese a su ser no siendo, nos tiene cogidos del gañote, secuestrados, activos. Hay que avanzar para permanecer, como en la cinta de los gimnasios. Escribe José María Cabodevilla: “La vida humana tiene su punto de gravedad en el futuro”. Es un hecho: estamos inclinados; somos en el devenir, en el resquicio milimétrico que abre la perpetua demora del futuro.
Y, aunque venga siempre al mismo ritmo (su metrónomo es antiguo, inalterable), lo vamos percibiendo de forma distinta según el momento y, sobre todo, según la edad. Tópico es, por ejemplo, el contraste entre el adulto y el niño. Al niño, tan reciente le parece, que el tiempo se estanca, que en una hora cabe, aunque sea de canto, el universo entero; también que el mañana es insoportablemente remiso. A veces no mide y, si le dices que el jueves vamos al circo, insiste en empezar a ponerse el chaquetón el lunes o en esperar desde ya –dócil, las manitas juntas– en el banco de la puerta.
Nuestra idea del futuro cambia incluso dentro de la edad adulta, al menos en mi caso. Antes de tener hijos, miraba el horizonte para ver un conglomerado de promesas suculentas, neblinosas, siempre –eso ahora lo sé– más espesas desde la distancia. Actualmente, con dos criaturas en el mundo y otra en camino, ya no hay sitio para las promesas de entonces: todo lo ocupa la previsión y el pavor. Todo me da miedo. Sale Greta Thunberg, agria como Jeremías, advirtiendo que vamos a tener que bucear para verdear los olivos y, pese a todo, hago la gracia que me pide el cuerpo –al fin y al cabo, quien nace lechón muere cochino–, pero al punto me entra mala conciencia: es el mundo de mis hijos el que se desmorona.
Y si se aborrasca la situación política del país, en lugar de regodearme en mis pulsiones anarquistas, me pongo a refunfuñar como un burgués y a consultar la bolsa, mientras estrujo la punta de los bigotes que no tengo. Hace apenas un lustro, me levantaba a diario anhelando que el mundo ardiera; no por nada… solo por fastidiar, por zarandear. Ahora, un día sin noticias es un buen día. No news, good news.
La vida humana tiene su punto de gravedad en el futuroJosé María Cabodebilla, sacerdote y teólogo
Y en ese futuro que como padre se me presenta, se introduce, por primera vez de forma tangible, mi propia muerte. Ya lo advirtió mi hijo José el otro día cuando repartíamos los papeles de El Rey León. ¿Tú quién eres?, preguntó. Pues Mufasa, contesté, ¿acaso no soy el padre? Vale, pero entonces te tienes que morir. José, como suele ser común en los niños, colisionaba con la verdad. En efecto, soy padre, y como tal, el testigo me quema en las manos. Cosa nueva, porque aunque fui un joven obsesionado con la muerte, resultaba placentero teorizar con algo tan lejano, tan inocuo; algo que afectaba a la humanidad en pleno, desde luego, pero no a mí. Nunca, hasta ahora, había conjugado la muerte en primera persona.
Y no solo José me trae avisos del futuro. Ya van varias conversaciones en que algún amigo previsor me aconseja hacerme un seguro de vida –el nombre del papelito es algo–. ¿Pero ya me quieres enterrar? No, hombre, pero Matilde, los niños… Y quizá debería hacerlo, pero me da un no sé qué. Sería como introducir en mi futuro de forma plausible… no, peor, de forma burocrática, mi propia inexistencia. Firmar ese papelito lleno de cláusulas escritas con un español empalado sería firmar la rendición: aceptar que uno también es mortal, y que lo es, para colmo, cada vez por menos tiempo.
La paciencia no es cosa de niños, tampoco de cobardes. La paciencia respeta el tiempo de las cosas. El que tiene paciencia espera, y el que espera sabe.
Nuestra época detesta la muerte. Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían.