Mariona Gúmpert | 16 de enero de 2021
Las redes sociales tienden al monopolio de forma natural. Precisamente porque están basadas en la interacción social, las personas buscamos la herramienta que aglutine el mayor número de usuarios posibles, de forma que esta acabe resultando práctica.
«Señoras y señores, esto es lo más terrorífico que nunca he presenciado… ¡Espera un minuto! Alguien está avanzando desde el fondo del hoyo. Alguien… o algo. Puedo ver escudriñando desde ese hoyo negro dos discos luminosos… ¿Son ojos? Puede que sean una cara. Puede que sea…».
La víspera del día de Todos los Santos de 1938 se emitió radiofónicamente en Estados Unidos un programa de variedades musicales, interrumpido de forma periódica con noticias que parecían ser en directo y que aludían a una supuesta invasión marciana. A pesar de que se había informado previamente de que todo lo que iba a ser retransmitido consistía solamente en una interpretación adaptada de la novela La guerra de los mundos de Orson Wells, casi dos millones de personas entraron en pánico, saliendo a la calle, acudiendo a la policía o buscando refugio seguro ante lo que ellos creían un peligro real e inmediato.
Lo ocurrido entonces suele ser expuesto como un ejemplo del poder de los medios de comunicación de masas. Sin embargo, este fenómeno no es nuevo en absoluto: responde al instinto animal de huir ante un peligro inminente. Muchas veces la amenaza no es percibida en persona, pero se confía en las reacciones del entorno: es el efecto estampida, que puede observarse en muchas ocasiones en el mundo animal.
¿Lo ocurrido ese 31 de octubre habría sido óbice para clausurar la radio y condenarla al olvido, por los peligros observados? En Estados Unidos no se optó por este camino, pero la censura como forma de evitar los riesgos que conlleva la libre información y los efectos de una masa confundida o enfurecida es tan vieja como la muerte de Sócrates, quien fue condenado a muerte por «corromper a la juventud». La quema de libros o las listas de lecturas prohibidas son algo tan viejo como la prostitución. Como dato curioso, han de saber los lectores más jóvenes que, hasta hace nada, en España se consideraba algo de malotes leer el Antiguo Testamento, que a veces llega a parecer una revista amarillista, con el rey David mandando al marido de su amante a la zona más peligrosa del frente, o las peleas entre las distintas esposas por ser las favoritas del marido antes de que Jesucristo dejara claro que eso de la poligamia es solo para cobardes. Por no hablar del Cantar de los cantares, por supuesto.
Toda herramienta nueva implica cambios, tanto positivos como la contraparte de los peligros que pueden derivarse de su empleo. La clave está precisamente en eso: el uso que se hace de ellos. Son las acciones que llevan a cabo las personas las que son buenas o malas: ni la tecnología, ni la naturaleza pueden serlo, porque no tienen voluntad ni intencionalidad.
Si concluimos que el uso adecuado de una herramienta depende de la persona, ¿qué hacer con la última que tenemos en nuestras manos: Internet y las redes sociales? Desde Platón y Aristóteles, pasando por Tocqueville, se ha advertido de los peligros que implica abandonar todo el orden social en manos de la opinión del grupo de personas que lo conforman. Ahora bien, tenemos suficiente recorrido humano como para saber que la censura no es solución porque, parafraseando a Jurassic Park, la vida se abre camino. Todos los hombres desean, por naturaleza, saber: así comienza la Metafísica de Aristóteles. La censura no solo es estéril, sino que provoca el efecto contrario, a saber, más interés por aquello que se está ocultando.
Estamos, sin embargo, ante un panorama distinto. Siempre ha resultado ingenuo juzgar lo novedoso desde categorías antiguas. Estas últimas pueden servir de apoyo, para no incurrir en errores pretéritos, pero usarlas en exclusiva solo puede resultar en una simplificación del problema, que es justo lo que se está haciendo ahora. Por un lado, tenemos a los adalides del pensamiento dominante, a quienes les parece completamente necesaria la censura en Internet, porque actualmente se ejerce solo contra quienes consideran sus enemigos naturales. Por otro, están los representantes del liberalismo más ingenuo, quienes defienden que las empresas privadas (Facebook, Twitter, Instagram, YouTube) tienen reservado el derecho de admisión, ignorando su conexión con el poder político e ignorando el poder económico que representan.
Los propietarios de estas redes no solo concentran actualmente a casi la totalidad de los usuarios de estas, sino que además poseen gran parte de la famosa nube donde la mayoría de personas alojan sus páginas webs y aplicaciones: si alguien trata de crear una red alternativa, durará poco tiempo en la nube por la censura que ejercen los dueños de esta. Para muestra, un botón: hace solo unos días ha sido boicoteada Parler, un Twitter alternativo al que huyeron en masa muchos de los usuarios de este último debido a la suspensión de la cuenta de Donald Trump.
El problema no es baladí: más allá de lo expuesto, hemos de tener en cuenta que las redes sociales tienden al monopolio de forma natural. Precisamente porque están basadas en la interacción social, las personas buscamos la herramienta que aglutine el mayor número de usuarios posibles, de forma que esta acabe resultando práctica. Un ejemplo son las redes de mensajería: WhatsApp es la aplicación que se usa de forma mayoritaria. Si hubiera hasta cinco aplicaciones que se utilizaran por igual entre las personas, nos volveríamos todos locos para atender todos los mensajes que recibiéramos.
Asimismo, no hemos de olvidar que redes como Twitter, YouTube o Instagram se han convertido en el ágora pública en la que los ciudadanos podemos expresar nuestras opiniones, de forma que los medios de comunicación de masas ya no tienen en exclusiva el derecho a emitir información. Si censuramos qué tipo de mensajes pueden ser emitidos, cancelaremos la libertad de expresión y reforzaremos todavía más el poder de las ideas dominantes. Estaremos construyendo la dictadura perfecta, precisamente porque no tendrá apariencia de tal cosa. Por no hablar de la falta de privacidad que implica actualmente utilizar estas redes, y la capacidad de manejar nuestros datos que estamos poniendo en ellas: a esta situación la llama Agustín Laje el capitalismo de la vigilancia, pero hablar de esto da para un libro entero.
Conclusión: tenemos un panorama nuevo, con sus oportunidades y conflictos asociados. Sería un error muy grande tratar de solucionarlos con recetas simplistas e ideadas en caliente. La única receta añeja que sirve es la educación en virtudes y valores, es la única forma en la que las herramientas –actuales o antiguas- no devengan en peligros, y sí en algo más que ayude a hacer la vida personal y social algo más amable. Como decía Platón, donde reina el amor, sobran las leyes.
Google es la patria donde han acabado los confinados del mundo. Sus leyes también aíslan los contenidos sobre el coronavirus que no son oficiales. Por el bien común.
Los políticos se sienten cómodos en esta red social porque no requiere criterio sino cierto ingenio, espíritu «aventurista» y un único punto de consenso: lo escrito prescribe.