Pedro González | 14 de marzo de 2019
Argelia ha sido y es una dictadura de hecho desde su independencia de Francia en 1962. Todos sus presidentes proceden de aquella lucha por la liberación, la mayoría con alta graduación militar. El actual, Abdelaziz Buteflika, cumplidos ya los 82 años y “en riesgo vital permanente”, según el parte médico del Hospital Universitario de Ginebra, es la imagen del último estertor de un régimen que se resiste a morir.
La última maniobra para prolongarlo ha sido la renuncia del propio Buteflika a presentarse a un quinto mandato, aunque retrasa las elecciones por un periodo de hasta un año, pero manteniéndose entretanto como jefe del Estado.La pirueta ha sido acogida con indignación por la oposición, pero sobre todo por los medios estudiantiles, los mismos que instigaron las tres gigantescas manifestaciones anteriores y que anuncian nuevas movilizaciones exigiendo que Buteflika no prolongue su actual cuarto mandato. Arguyen que, según la Constitución, esa permanencia del presidente solo podría prolongarse en un solo caso: el estado de guerra.
En ese régimen, que ahora promete cambio pero que se resiste a ceder el paso, el Ejército y los Servicios de Inteligencia han sido las dos columnas de un sistema en el que los partidos políticos solo servían para atenuar un poco el monolitismo del casi partido único, el Frente de Liberación Nacional (FLN). En razón de su cruento desgajamiento de Francia, la Argelia independiente fue un aliado de Rusia durante la Guerra Fría, al tiempo que peleaba por erigirse como líder del descolonizado mundo árabe, en pugna con Egipto e incluso con Libia, y convirtiéndose de paso en firme adversario de Marruecos, con el antiguo Sáhara español como pretexto para el choque.
Derrumbado el comunismo en la Unión Soviética y sus satélites europeos, el islamismo radical intentó el asalto al poder en Argelia. Lo hizo presentándose a las elecciones legislativas de 1991 bajo las siglas del Frente Islámico de Salvación (FIS), anunciando sin empacho que, una vez en el poder, derribarían el régimen e implantarían la Sharia. Ganados en primera vuelta aquellos comicios, la segunda no llegó a celebrarse. En su lugar, el Ejército dio un golpe de Estado, que daría paso al estallido de una nueva y brutal guerra civil.
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Buteflika, que había sido expulsado del partido y había tenido que exiliarse en Arabia y en los Emiratos Árabes Unidos, fue promovido a la presidencia, auspiciado tanto por el Ejército y los Servicios de Información como por Francia, Estados Unidos y las monarquías del Golfo, con el mandato conjunto de pacificar el país.
Lo consiguió, gracias en buena parte a que los precios del petróleo y del gas, su casi única fuente de ingresos, le proporcionaron el maná con el que aplacar a una juventud que exigía cambios, cada vez con mayor vehemencia, para no tener que embarcarse en la aventura de la emigración clandestina hacia Europa, principalmente España y Francia.
Así pues, elegido en 1999 y 2004, Buteflika reformaría la Constitución en 2008 para poder presentarse indefinidamente a la reelección, esa fiebre que también se apoderaría del bolivarianismo venezolano y sus émulos latinoamericanos, espoleados a su vez por los consejos-órdenes del régimen cubano.
En silla de ruedas y con sus facultades físicas y mentales muy mermadas desde el ictus que sufriera en 2013, el presidente ganó las elecciones de 2014 sin siquiera poder explicar personalmente su programa. En estos últimos cinco años, el desplome del precio de los hidrocarburos y los consiguientes recortes en las prestaciones sociales han acelerado la crisis económica, la emigración y las manifestaciones de protesta.
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Incapaz el régimen de ofrecer una alternativa, Buteflika había presentado una nueva candidatura a las elecciones presidenciales, que debían celebrarse el próximo 18 de abril. El mero anuncio redobló la amplitud de las protestas, extendidas desde Argel a las principales ciudades del país. En la multitudinaria del 8 de marzo, coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer, cientos de miles de mujeres de todas las edades exigían la retirada de la candidatura de Buteflika. Muchas no ocultaban tampoco que una hipotética sustitución por los teóricos hombres fuertes del régimen no es la solución.
Ni el anciano jefe del Estado Mayor del Ejército, Gayd Salah, ni el jefe de los Servicios Secretos, Athmane Tartag, que hasta ahora se han limitado a una represión suave de las protestas pese a los 200 detenidos de la última, ofrecen confianza. Sobre todo a esa juventud explosiva -60% de los 41 millones de argelinos tiene menos de 35 años-, que no aprecia en el histórico FLN el menor atisbo de cambio. Una impresión que ahora se ve reforzada por la dimisión escalonada de sus diputados y altos cargos más jóvenes, síntoma evidente de descomposición.
Como demuestra el último movimiento de Buteflika apenas aterrizado en Argel tras su hospitalización en Ginebra, lo que cabe augurar en todo caso es que, por muy moribundo que pueda estar, el régimen no cederá los trastos pacíficamente. No está en los genes de sus veteranos dirigentes, héroes de la guerra por su independencia y adelantados en la primera victoria sobre el islamismo radical y sus brazos terroristas.