Justino Sinova | 14 de febrero de 2017
El País Vasco, la comunidad autónoma española que ha sufrido un terrorismo nacionalista demencial. La locura terrorista de ETA y sus consecuencias calamitosas para la sociedad vasca son el argumento general de la obra Patria.
Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) describe la realidad del drama sufrido por todos, por las víctimas en primer lugar pero también por las familias de un lado y del otro, por la gente forzada a tomar partido, a guardar silencio, a caer en delaciones, y, sin duda, por los terroristas de ETA, cuyas vidas han sufrido el destrozo de su entrega a una violencia inútil sustentada en cuatro ideas obsesivas.
Aramburu tiene la habilidad de introducir al lector en el clima de miedo y pesadilla que implantó el terrorismo etarra en Euskadi en sus años más crueles, efectos que se sintieron, y de modo bien palpable, en el resto de España. Lo hace centrándose en un pequeño pueblo en el que todos se conocen y en el que el odio, el pánico y la cobardía rompen tratos, amistades y hasta parentescos. El lector accede al desgarro personal y social ocasionado por el terrorismo gracias a la habilidad narrativa de Aramburu que se vale del habla ordinaria y que mezcla diálogos, reflexiones, tiempos verbales y giros cotidianos para lograr un conjunto literario realista y efectivo.
PATRIA
Fernando Aramburu
Tusquets Editores
648 PÁGS.
22,90 € / 9,99 € ebook
El terrorista, por debajo de su falso barniz de héroe, no escapa a la condición de víctima. Víctima de la alucinación de una supuesta liberación de Euskadi asentada en fantasías, de la adusta clandestinidad y la huída angustiosa y, al final, de la cárcel interminable sin esperanza. El terrorista acaba teniendo una vida destrozada, y de ello se da cuenta demasiado tarde. Pero la víctima formidable es el destinatario de las balas y de las bombas, que sufre la exclusión social antes de la liquidación física y la posterior iniquidad del desprestigio.
El aviso del asesinato inminente le llega al señalado por las pintadas vejatorias en la calle, hasta en las paredes de su vivienda, que provocan el vacío del barrio y el silencio que lo acompañarán antes y después de su definitiva eliminación, y que lo erigen en culpable a los ojos de una sociedad intimidada. Es el principal escándalo que transmite esta novela: la insidia de hacer culpable a la víctima, que durante unos años fue la felonía orquestada por el terrorismo sobre sus perseguidos.
Los desgarrones que causa el terrorismo son más numerosos y muy profundos. Aramburu retrata a un párroco obsesionado con la “construcción” de Euskal Herria que parece supeditarlo todo a ese objetivo, incluida la “comprensión” del terrorista. Lástima que en la novela no tengan cabida los curas que atendían a las víctimas y denunciaban la salvajada de ETA, que eran mayoría, ausencia que puede sugerir que la acción de la Iglesia se traducía en un colaboracionismo que suplantaba su verdadera misión de ayuda fraternal. Algo parecido cabe decir del retrato que el autor construye de la madre del terrorista, que es el único personaje que mantiene una práctica religiosa habitual, aunque un tanto rústica.
Lástima que en la novela no tengan cabida los curas que atendían a las víctimas y denunciaban la salvajada de ETA, que eran mayoría
El abandono de la religión aparece como uno de los estragos del terrorismo, pero es bastante sorprendente que la viuda de la víctima deserte y la progenitora del etarra persevere… con la obsesión de que el objetivo político del terrorismo se imponga. Acaso sean estos detalles unas concesiones a la mercadotecnia del best-seller, como parecen serlo también algunas descripciones de los encuentros eróticos que en la segunda mitad de la extensa novela mantienen varios de los protagonistas, lances que disienten del contexto trabado en la primera parte.
Patria es el resultado de un relevante esfuerzo para puntualizar la trágica secuela del terrorismo etarra no sólo en vidas arrebatadas sino en todos los rincones del alma de quienes lo tuvieron cerca, y en especial de muchos de los que lo practicaron y de quienes no se atrevieron a combatirlo, un esfuerzo para mostrar la dimensión de un drama injustificado, cuyo verdadero rostro trata de ocultar la propaganda que aún hoy practican los amigos de sus vesánicos autores.
Aramburu también sintió, cuando adolescente, el atractivo que ejercía ETA entre los jóvenes vascos. “Había una simpatía general hacia ETA porque se pensaba que la banda luchaba contra el franquismo, pero después, con la Transición y las primeras elecciones, la legalización de los partidos, la amnistía…, empezó a sonar raro que siguieran matando. Estuve expuesto a caer en el abismo como algunos chavales de mi barrio, que ingresaron en ETA. No me terminaba de convencer que se pudiera hacer el bien matando. Los libros terminaron de vacunarme contra el fanatismo” (declaraciones a El País. Babelia, 3 de septiembre de 2016, p. 9). Ahora ha podido describir en esta novela, y en otros textos anteriores, el ambiente en el que nacía aquella fascinación fraudulenta de la que él pudo librarse.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.