Mikel Buesa | 26 de marzo de 2018
A raíz del caso del tuitero Arkaitz Terrón, el Tribunal Supremo, en aplicación de una interpretación restrictiva de la directiva europea de 2017 relativa a la lucha contra el terrorismo, ha vaciado de contenido el delito de enaltecimiento del terrorismo. Así lo afirmó, con toda razón, fiscal José Antonio del Cerro en el escrito donde solicitaba la condena del encausado. El tribunal consideró que, para poder sancionarlo, era necesario que sus mensajes de exaltación de ETA condujeran a la realización de nuevos atentados terroristas. Pero, como ETA ha dejado de matar, ello no es posible y, por consiguiente, se abre una vía para que todos los actos en los que se alaba o se justifica a los terroristas queden fuera del ámbito penal.
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— Poder Judicial (@PoderJudicialEs) March 22, 2018
Lo dicho: el enaltecimiento se vacía de gran parte de su contenido. Este delito apareció en el Código Penal para preservar la dignidad superior de las víctimas del terrorismo, tal como argumentó Antonio Beristain -jesuita y catedrático de Derecho Penal; admirado amigo y él mismo víctima de la persecución de ETA-. Dignidad superior porque las víctimas del terrorismo se diferencian de las víctimas de otros delitos por el hecho de que lo han sido por cuenta del conjunto de la sociedad. El de terrorismo es un delito de naturaleza política, tal como reconoce la mencionada directiva europea cuando considera terroristas los actos con los que se pretende «intimidar gravemente a la población, presionar indebidamente a los poderes públicos o a una organización internacional para que lleve a cabo o se abstenga de llevar a cabo cualquier acto, o desestabilizar gravemente o destruir las estructuras políticas, constitucionales, económicas o sociales fundamentales de un país o de una organización internacional».
Las organizaciones terroristas no atentan contra esta u otra persona porque sea portadora de una culpa, sino porque de esa manera se presiona a la sociedad para que desista ante sus pretensiones políticas. Por eso, como escribió Beristain, las víctimas «dan la vida por la justicia y su fruto (la paz), y por la libertad» y son «pebeteros ígneos que nos regalan su luz y su calor; son agentes morales de la convivencia más humana, rebosante de hospitalidad, libertad y fraternidad».
Pero el Tribunal Supremo, al aplicar su nueva doctrina, se olvida de esa dignidad, que no es personal sino política, y reconduce el enaltecimiento hacia la mera preparación de atentados terroristas. Si no se insulta o se menosprecia a las víctimas con una finalidad concreta de cometer actos delictivos distintos de ese insulto o ese menosprecio, ya no hay delito; y las víctimas quedan desamparadas, vaciadas de su dignidad, porque han muerto o han sido heridas o damnificadas por nada.
La Fiscalía del Estado, a la vista de este cambio, ha tratado de reconducir la persecución del enaltecimiento terrorista hacia la humillación de las víctimas, un concepto este que refleja también, en el mismo artículo, el Código Penal. Sin embargo, en este terreno la doctrina del Supremo es también restrictiva -como lo muestra la reciente revocación de la condena a prisión de la tuitera Cassandra por mofarse del almirante Carrero Blanco, asesinado por ETA cuando ocupaba la presidencia del Gobierno-, especialmente en los asuntos en los que los afectados no se personan en los correspondientes procesos. Ello, como se comprenderá fácilmente, es imposible en el caso de los asesinados, de manera que solo sus familiares podrían hacerlo.
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Pero, ¿por qué hay que someter a estos a un penoso proceso judicial que privatiza su sufrimiento y lo desgaja de su sentido político, es decir, justamente de la significación que hace al Estado el garante del respeto debido a su dignidad? Además, en lo personal, no ofende quien quiere sino quien puede, como, por cierto, ha mostrado reiteradamente una víctima icónica de ETA, Irene Villa, quizás la más vilipendiada por quienes, en su falsaria pretensión, quieren hacer de esa organización terrorista un símbolo democrático de lucha por la libertad.
El Tribunal Supremo nos ha llevado en esto a un callejón sin salida, a una situación en la que se llega al colmo en el que, como hace muchos años apuntó Albert Camus, «las víctimas se fastidian». Y al hacerlo ha desarmado a la sociedad española frente a quienes, aunque de momento no empleen la violencia física, sostienen el proyecto político totalitario de ETA, apelando a una violencia simbólica que nunca ha desaparecido.