Ainhoa Uribe | 15 de mayo de 2017
Abraham Lincoln pronunció su famosa frase “Government of the people, by the people, for the people” en 1863, en Gettysburg. Desde entonces, la idea del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo ha sido empleada tanto por los partidos tradicionales como por los nuevos fenómenos populistas, teniendo para unos y otros, evidentemente, un sentido distinto. La pregunta entonces es recurrente: ¿es compatible el populismo con la democracia?
Existe una corriente de pensamiento que defiende que el populismo no es necesariamente antidemocrático. Es más, algunos autores, como Laclau y Mouffe, llegan a afirmar que el populismo es un revulsivo para mejorar la democracia. Según Laclau, el populismo es intrínseco a la democracia e incluso no puede existir democracia sin populismo.
Sin embargo, desde mi punto de vista, resulta mucho más acertado el diagnóstico que realiza Pasquino cuando afirma que los populismos son absolutamente incompatibles con las democracias. La razón es muy sencilla, dejando de lado los populismos que nacen en el seno de regímenes autoritarios y centrándonos en los populismos que florecen en las democracias, nos encontramos con que los discursos populistas, buscando una mejora de las democracias, en el fondo, suponen un desafío a la propia esencia de la democracia. A saber, para los populismos no cabe la pluralidad, no caben las minorías, la voz del llamado “pueblo” es la única voz legitimada para decidir en qué se basa el bienestar común. Ello conduce, no al disenso propio de la democracia, sino a un consenso forzado y forzoso, donde no caben la disidencia ni las opiniones contrarias.
Algunos autores, como Laclau y Mouffe, llegan a afirmar que el populismo es un revulsivo para mejorar la democracia. Pasquino considera que es incompatible lo uno con lo otro
La cuestión que estamos tratando aquí es esencial, porque el populismo hace uso permanente de la bandera democrática en su discurso. El problema radica en la definición de la “democracia”. Para algunos teóricos, la democracia implicaría simplemente la celebración periódica de elecciones para elegir a los representantes de los ciudadanos. Pero un planteamiento tan sencillo de la democracia nos puede llevar a considerar como tal a muchos regímenes autoritarios, como las democracias populares de China, Cuba o Corea del Norte, así como a sistemas híbridos o semiautoritarios, al estilo del venezolano.
Por el contrario, las definiciones maximalistas de democracia van más allá del proceso electoral, haciendo referencia también a la inclusión de controles constitucionales o a la defensa y promoción de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Por ejemplo, Robert Dahl exige la combinación de dos condiciones mínimas para hablar de la existencia de una democracia: de un lado, el debate público y, de otro, la participación electoral, dentro de un marco legal que reconozca las libertades ciudadanas de expresión, asociación, reunión, prensa e información alternativa. De este modo, democracia significa también control y, sobre todo, limitación a la concentración del poder. Al mismo tiempo, una democracia sería sinónimo de un gobierno transitorio, un gobierno temporal, lo cual distingue la democracia procedimental de la democracia liberal.
Reducir la definición de democracia al proceso electoral nos puede llevar a considerar a China, Cuba o Corea del Norte como estados democráticos
En pocas palabras, una definición de democracia reducida al mecanismo electoral puede ser el instrumento que genere regímenes (más o menos) autoritarios. He aquí el peligro, ya que la democracia a la que remiten los populismos es una democracia de mínimos, basada en un método electoralista y/o plebiscitario, pero no a una democracia liberal, caracterizada no solo por la celebración periódica de elecciones, sino fundamentalmente por la existencia de un Estado de Derecho, en el que los ciudadanos tienen garantizados unos derechos y libertades fundamentales y donde la alternancia política está garantizada.
No obstante lo cual, para el populismo solo importa la voz del pueblo, el pueblo como “masa”, como un todo homogéneo. De ahí que los plebiscitos y los referéndums (sin garantías para la oposición, por supuesto, y sin libertades para los medios de comunicación, entre otros) son una constante en buena parte de los regímenes autoritarios o los regímenes híbridos, a caballo entre el autoritarismo y la democracia. La idea que subyace en la consulta popular es que el pueblo es más sabio que los políticos, que la ciudadanía tiene una opinión más cualificada y, en consecuencia, no debe ser gobernada por las élites, sino por esos líderes carismáticos que lo representan. América Latina es un buen ejemplo de ello.
De hecho, en algunos países con democracias poco consolidadas se está retrocediendo hacia un tipo de régimen híbrido o semiautoritario. Es decir, en lugar de enfrentarnos a una nueva ola democratizadora, siguiendo a Huntington, estaríamos ante una contra-ola. Estaríamos ante una involución de la democracia, que daría lugar a un nuevo tipo de regímenes políticos. Se les llama “democracias” porque surgen de procesos electorales (en ocasiones, de validez discutida) y mantienen, con limitaciones, ciertas libertades individuales, como las de expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información, pero no son democracias liberales. Son sistemas cuyos líderes (Fujimori, Kichner, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales, etc.) promueven reformas constitucionales o reemplazan por completo la Constitución y/o el ordenamiento jurídico vigente.
Para el populismo solo importa la voz del pueblo, el pueblo como “masa”, como un todo homogéneo
Son sistemas que rechazan todo tipo de control institucional, por lo que intentan subordinar o cooptar esas instituciones públicas. Son sistemas donde las elecciones se teatralizan como gestas de salvación nacional, en las que el líder carismático es el salvador de la patria. En consecuencia, O’Donnell nos advierte del peligro del populismo, puesto que “la democracia también puede morir lentamente, no ya por abruptos golpes militares sino mediante una sucesión de medidas, poco espectaculares pero acumulativamente letales”.
En Europa, el populismo parecía superado… Sin embargo, en los últimos años un fantasma recorre nuestro territorio: la ultraderecha avanza posiciones en Francia (Frente Nacional), Suiza (Partido del Pueblo), Noruega (Partido del Progreso), Finlandia (Partido de los Verdaderos Finlandeses), Austria (Partido de la Libertad, FPO), Holanda (Partido por la Libertad o PVV), Italia (Liga Norte), Hungría (Fidesz), Grecia (Amanecer Dorado) o Reino Unido (Partido de la Independencia del Reino Unido, UKIP). En el espectro político opuesto, la extrema izquierda se identifica con Syriza en Grecia, el Partido Anticapitalista en Francia, el Movimiento Cinco Estrellas italiano, el alemán Die Linke y, en España, con los nacionalistas radicales vascos, catalanes o gallegos, junto con Podemos, Guanyem Barcelona y otros tantos partidos surgidos de las plataformas del 15-M. Urge, por tanto, explicar a la ciudadanía que no es demócrata todo aquel que se define como tal… sino quien escucha, dialoga y permite la libertad.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.