Manuel Martínez Sospedra | 16 de junio de 2018
El pasado miércoles 30 de mayo, al abrirse el debate de la moción de censura había en el Congreso una mayoría hostil al Gobierno del Partido Popular de al menos 232 diputados, una mayoría que no solo superaba el quorum necesario para aprobar la moción, sino que por sí sola tendría incluso la capacidad de iniciar la reforma de la Constitución por vía ordinaria. En esa misma asamblea, la semana anterior, el Gobierno de Mariano Rajoy había conseguido la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para el corriente año. Lo que va de una semana a otra es el impacto de la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el caso Gürtel y, en el seno de ella, tres hechos probados: primero, que en el PP había una caja B al menos desde 1989, esto es, desde la fundación; segundo, que esa caja B se nutría, al menos en parte, de comisiones por adjudicaciones irregulares de contratos públicos; tercero, que los dirigentes del PP que comparecieron como testigos y negaron la existencia de dicha caja B, incluido el presidente del Gobierno, no eran creíbles (forma elegante de decir que mintieron ). Lo que explica el cambio es el impacto de tales hechos probados.
Dimita, Sr. Rajoy. Si quiere a su país, dimita hoy mismo. España debe mirar al futuro y usted ya sólo es pasado. Y si no, hagámosle dimitir todos. No permitan, Señorías, que la democracia pierda esta oportunidad. Abramos ya una ventana de esperanza. #LaMociónDelCambio pic.twitter.com/0s9XZKhQ7b
— Pedro Sánchez (@sanchezcastejon) May 31, 2018
Con la composición del Congreso salida de las elecciones de 2016 no existe en la Cámara una coalición o alianza parlamentaria que, siendo políticamente viable, alcance la mayoría absoluta. No hay en el Congreso actual una mayoría de Gobierno ordinaria. Podría haber una mayoría de Gobierno extraordinaria (PP/Cs/PSOE) o una mayoría de “gran coalición” (PP/PSOE), pero la condición de posibilidad de cualquiera de las dos hipótesis era la asunción de una agenda de reformas (con inclusión de la Constitución y la ley electoral) por parte de un Partido Popular alérgico a las mismas. La sentencia de la Audiencia Nacional destruyó cualquier posibilidad, aun remota, de cualquiera de las dos opciones. Mientras el señor Rajoy siguiera.
Con un PP tan encastillado como desarbolado y el riesgo de una mayoría contraria, la presentación de la moción de censura por Pedro Sánchez podría aflorar esta última y conducir a la pérdida del Gobierno por el PP, pero el señor Rajoy apostó por que las contradicciones en el seno de una mayoría parlamentaria hostil impedirían la caída de su Gobierno: la censura constructiva no es tal, es una investidura bis. Todo parece indicar que a priori la moción socialista no perseguía tanto relevar al PP en el Gobierno cuanto desbloquear una situación parlamentaria que había matado la legislatura, de ahí la reiterada petición de dimisión del señor Sánchez, aun en el momento extremo del debate de la moción. Si es difícil gobernar en solitario con 137 votos, ya me contarán lo que supone gobernar con 84.
El resultado de una suma de errores históricos y otros de cálculo es el que es: la moción de censura triunfa, no porque el candidato presente una alternativa atractiva y viable, sino porque la continuidad del Gobierno del señor Rajoy resultaba insoportable, tanto para la mayoría que votó «Sí» como para algunos de los diputados que votaron «No».
La sentencia que lo cambió todo . La caída de Rajoy y las evidentes mentiras secesionistas
Si la animadversión es común, los motivos son distintos. En el caso de la dirección socialista, obtener un doble éxito: derrotar a los conservadores y alcanzar el Gobierno con la finalidad, no precisamente oculta, de ir a nuevas elecciones desde la posición de partido de Gobierno. Ya se sabe que con pan los males se soportan mejor. Para Podemos, de lo que se trata no es tanto de romper el bloqueo cuanto de abrir el escenario a una eventual participación, primero, en la mayoría, y, en su día, en el Gobierno. Para los nacionalistas catalanes, degustar el plato de la venganza y abrir la puerta a una negociación todavía indefinida. Para los nacionalistas vascos, reforzar su coalición de Gobierno en Vitoria, evitar un incremento de la competencia en el sector abertzale y conservar los logros presupuestarios. Y, para todos, alejar el espectro de una mayoría relativa de Ciudadanos que llevara, aquí y ahora, a esta formación al poder. La combinación entre el rechazo y el miedo dan cemento y argamasa a la mayoría de los 180. ¿Quién teme al Rivera feroz?
Empero lo difícil comienza ahora. El señor Sánchez ha formado Gobierno, va a tratar de sacar adelante algunas de las propuestas legislativas hasta la fecha en el congelador y de aprobar los Presupuestos para 2019. Las elecciones vendrán después. Según dicten los tiempos y la competencia. La pieza clave del inmediato futuro, del cual depende la convocatoria electoral, radica en los Presupuestos. Si el Gobierno consigue reunir una amalgama que vote favorablemente el Presupuesto de 2019, las elecciones serán el año próximo, en el abanico que va de febrero/marzo a la triple convocatoria de la primavera. Si no consigue formar esa amalgama y obtiene la aprobación de reformas de la LOSC (Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana), de la reforma laboral y algún retoque, que ya está avanzando, en el sistema de pensiones, no cabe descartar la convocatoria de elecciones con las andaluzas. Si los intentos de negociación fracasan, no es descartable que haya elecciones antes de Navidad.
Para sacar adelante la mínima agenda va a ser decisiva la conducta del PP. Este tiene que optar entre la continuidad de un modelo de partido vertical, regido por una elite cooptada y en el que los afiliados no cuentan o, alternativamente, por hacer efectiva la letra de los estatutos: dar voz y voto a los afiliados y trasladar la decisión sobre la dirección y sus políticas a los miembros del partido y sus órganos regulares. Lo primero es pan para hoy, la opción de la continuidad organizativa y una oposición basada en la política de adversarios, exactamente el modelo agotado que ha hecho posible la alternancia, censura mediante, esto es serio riesgo de hambre para mañana. Lo segundo es una incógnita, todo depende de la respuesta que los afiliados puedan dar a una cuestión latente desde 1989: si el ala conservadora, que supone del orden del treinta y cinco por ciento de la base electoral, va a seguir siendo hegemónica y definiendo las políticas del partido, o si los sectores liberal y democristiano van a alcanzar una cuota de poder interno correspondiente a sus apoyos y si esa modificación da lugar a un estilo de oposición que escape de la “política del frontón” a favor de una estrategia más moderada y flexible. No hay que engañarse: cualquier posibilidad de acuerdos entre los dos grandes partidos tradicionales pasa por ahí. Seguir tocando el caramillo del “Gobierno ilegítimo” no es solo una necedad, es, además, un error.
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En todo caso, un Gobierno regular exige una mayoría regular, y esta solo puede darse si el señor Sánchez consigue conservar el apoyo crítico de los podemitas y, al mismo tiempo, atraer a Ciudadanos, cuanto menos, a una neutralidad benevolente.
Es claro que ese es un logro en extremo difícil, para cuya consecución no veo, en estos momentos, más que dos herramientas: el uso juicioso de los atractivos presupuestarios y una oferta sugestiva de reforma electoral. No cabe desconocer que lo primero suscitará tensiones internas entre los ortodoxos, que todo apunta van a definir el perfil y la acción del equipo económico, y los partidarios del gasto, con el consiguiente reflejo sobre la fiscalidad, del mismo modo que lo segundo puede tener buena acogida en los “nuevos partidos” pero desatará una notable tensión interna por la previsible resistencia del sector más tradicional de la organización socialista, cuyo modelo de partido y cuyos hábitos políticos no se distancian tanto de los propios de la corriente principal del partido conservador. Y cuyo recelo hacia los “nuevos partidos” es igual o superior al de aquellos.
Elegido por una mayoría negativa de problemática continuidad y contando con una base parlamentaria reducida (apenas un cuarto de la Cámara), necesitando de algún grado de apoyo de los dos partidos nuevos, que al tiempo son sus competidores, y necesitando también un tiempo que se le va a regatear, el Gobierno Sánchez nace con una perspectiva más bien oscura. Una renovación efectiva del PP podría ayudar, pero esa es, a la fecha, una incógnita. Para acabar de arreglarlo, está la cuestión catalana. Si en esa materia el Gobierno Sánchez consiguiera que al menos una parte de las organizaciones independentistas asumieran la realidad de su derrota de octubre y optaran por una estrategia nacionalista en el marco del sistema institucional, resulta obvio que el nuevo presidente ganaría oxígeno, tiempo y algunos votos. Pero eso supone racionalidad en el nacionalismo “indepe”, que, por ahora, no se ve, y que, en todo caso, tiene como condición de posibilidad la liquidación política del señor Puigdemont y cofradía. Veremos.
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