Belén Becerril | 06 de junio de 2017
“Ningún elemento de la política americana de la posguerra ha sido más consistente que nuestro apoyo a la integración europea”. Estas palabras de Henry Kissinger, pronunciadas en 1973, dan buena cuenta del esfuerzo emprendido por los Estados Unidos por impulsar la integración de los países de Europa Occidental tras la Segunda Guerra Mundial.
En un momento en que Europa parecía al borde del colapso, en el Departamento de Estado, con el general Marshall y después con Dean Acheson a su cabeza, apostaron fuerte por la unidad europea, conscientes de que solo esta podría asegurar la viabilidad de sus economías, posibilitar la integración de Alemania en Occidente y hacer frente a la amenaza soviética.
Es cierto que, posteriormente, el respaldo norteamericano a la integración comenzó a ceder, a menudo debido al temor de que esta pudiese perjudicar sus intereses comerciales, y también que en los últimos años se han alzado algunas voces euroescépticas al otro lado del Atlántico, en particular, en el ala derecha del espectro político. Pero nada hacía presagiar un cuestionamiento tan explícito de la integración europea como el que el presidente Trump ha protagonizado en los últimos meses.
Pocos días antes de asumir la presidencia, Trump aseguraba, en una entrevista concedida a Michael Gove del Times y Kai Diekmann del Bild, que el brexit «acabaría siendo una gran cosa» y “otros países se irían también”. También nos hizo saber que él mismo, a su modo, lo había predicho -“I sort of, as you know, predicted it”- y que, en definitiva, “sería difícil evitar que la Unión se desintegrase”. Más recientemente, el paso de Trump por Europa, con motivo de la cumbre de la OTAN en Bruselas y el encuentro del G7 en Taormina, no ha hecho sino confirmar su desafecto por la Unión Europea.
¿A qué se debe este cuestionamiento explícito de la integración? En realidad, su euroescepticismo es plenamente consistente con otros elementos de su política internacional. Una política que cuestiona toda cesión de soberanía en las organizaciones internacionales, cesión de la que la Unión Europea es quizás la máxima expresión. Una política que, como se ha puesto de manifiesto en su decisión de abandonar el Acuerdo de París, rompe con el multilateralismo que los propios Estados Unidos habían promovido y liderado tras la Segunda Guerra Mundial, cuando apostaron por la liberalización del comercio global y se comprometieron fuertemente con la defensa europea.
La política de Trump, como se ha puesto de manifiesto en su decisión de abandonar el Acuerdo de París, rompe con el multilateralismo que los propios Estados Unidos habían promovido y liderado tras la Segunda Guerra Mundial
Por supuesto, tras esta posición no late solamente la idea de que la soberanía y la independencia nacional deben primar por encima de cualquier otro objetivo, sino también la resistencia de un sector del Partido Republicano a comprometerse internacionalmente en determinadas políticas, como el medio ambiente o la protección de los derechos humanos.
Sea como fuere, hoy podemos afirmar que Trump se equivocó con la integración europea. El brexit no parece ser “una gran cosa”, ningún Estado se ve tentado de seguir el ejemplo británico y la Unión no está en vías de desintegración. Bien al contrario, el propio presidente Trump parece haberse convertido, a su pesar, en un catalizador para avanzar, en mayor medida, en la integración europea. Como ha dicho la canciller Angela Merkel, el destino de los europeos está -más que nunca- en nuestras propias manos.