Pablo Gutiérrez de Cabiedes | 12 de febrero de 2019
Ha llegado el momento. Da comienzo estos días el juicio del procés, uno de los procesos más relevantes de la historia de España: el que puede calificarse, sin duda, el proceso de la democracia española. Y ello, porque nunca ha tenido lugar en estos 40 años de libertades un ataque tan grave a la base misma de nuestra democracia constitucional (golpe que ningún Estado de derecho del mundo admite), porque en él se juega su realidad presente y porque marcará su futuro.
En el juicio del procés se juzga la actuación que las acusaciones consideran concertada, planificada y ejecutada por distintos sujetos con distribución de papeles, violando la legalidad democrática e incumpliendo de forma reiterada las resoluciones de los Tribunales, para derogar la Constitución y declarar la independencia de una parte del territorio de España, valiéndose para ello de la violencia: existente por la utilización de la fuerza, tanto intimidatoria como expresa, de un cuerpo policial armado –de 17.000 efectivos, que se enfrentaron incluso a otros cuerpos policiales en el cumplimiento de órdenes judiciales- y de las masas –por ellos convocadas y controladas- y que se plasma en una extensa y detallada enumeración de hechos violentos en distintas fechas, y hasta la aceptación del riesgo grave y fundado, conocido y despreciado, de probables muertes.
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El quid de la cuestión se hallará principalmente en la verificación –prueba y enjuiciamiento- de la existencia de esos hechos violentos, a los efectos de la condena por el delito de rebelión, tal como ha sido apreciado tanto por el magistrado instructor como por las acusaciones de Fiscalía y popular (sin los cuales “solo” existiría sedición o desobediencia a los Tribunales y malversación, o nada). Yo tengo mi opinión al respecto, que expuse antes de la interposición de las querellas, pero lo importante en este arranque del juicio del procés no es ahondar en ese aspecto, sino el del normal funcionamiento de nuestro ordenamiento y sus instituciones democráticas, en el enjuiciamiento de estos hechos con todas las garantías: entre otras, plena independencia, imparcialidad y exclusiva sumisión a la ley.
Que la situación en Cataluña no se agota en el ámbito judicial resulta obvio. Política y justicia tienen cada una su respectivo ámbito (fundamento, deberes, tiempo, etc.). Pero que los políticos no pueden estar por encima de la ley ni actuar al margen de ella es también obvio para cualquier persona en un Estado de derecho.
La política, como arte de lo posible, debe procurar el progreso social y económico y la solución de las necesidades de los ciudadanos, con la gestión honrada y eficaz de los recursos. Y en esta materia tiene una insustituible responsabilidad -deber- en la promoción de la convivencia en concordia y del bien común y la construcción de un proyecto común de futuro para Cataluña y toda España, con la implicación de líderes catalanes en ese cometido; siempre con respeto de la legalidad democrática y los derechos humanos fundamentales de todos los catalanes, sentando las bases para preservar una verdadera vida, participación, educación e información en libertad y sin discriminación entre ellos por razón de su opinión u origen.
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Pero la política nunca puede pretender ser ajena a la aplicación de la ley democrática. Por eso, es un descomunal intento de tomadura de pelo reiterar el sofisma de que “se persiguen ideas” o que “los problemas políticos se resuelven con política” para pretender –exigir- ser inmunes a la ley e impunes incluso ante la posible comisión de delitos: vgr. “No aceptaremos ninguna sentencia que no sea la de archivo/absolución», en el más absoluto desconocimiento de las bases democráticas de cualquier Estado moderno con división de poderes –y cara dura- que pueda concebirse; y como si pudiera un Gobierno de un Estado de derecho –España- provocarlo, y los jueces hacerlo –procediendo- sin cometer ellos mismos delito de prevaricación.
No lograr tan ilícita pretensión no es ningún “conflicto” ni “fracaso/criminalización de la política” (nada distinto a si se calificara a una agresión sexual de “criminalización del amor” o a un robo, “fracaso de la propiedad”). Por eso, es profundamente antidemocrático acudir al mantra del «diálogo» sobre y para la violación de la ley y los derechos (más aún desde el poder) o a la insólita “mediación” para ello del célebre “relator” en “mesas de partidos” (con desprecio de las instituciones representativas de la voluntad popular). Cuando uno se considera por encima de la ley, y pretende poder vulnerarla con impunidad, solo queda la “ley” del más fuerte y la arbitrariedad: la imposición a más de la mitad de catalanes (y a los españoles) de una concepción totalitaria e identitaria, impidiéndoles el acceso y ejercicio de su ciudadanía, libre e igual; y la promoción de privilegios supremacistas y el premio e incentivo al infractor y chantajista.
Por eso también, la única garantía que queda en los Estados civilizados y a los ciudadanos ante la violación de la ley -más si es la penal- y de los derechos es la Justicia, ajena a toda presión, circo o insidia. La actuación de los Tribunales de Justicia (como el juicio del procés) no depende de criterios de conveniencia ni oportunidad, y no puede evitarse o condicionarse por la política y los políticos, desde la caída del Antiguo Régimen, salvo en los países totalitarios o en los que la corrupción es tal que llega a conseguir aquel propósito. A la vista está que no se ha logrado que España sea uno de ellos.
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