Gustavo Morales | 29 de abril de 2017
La amenaza yihadista sigue recorriendo Europa. El lenguaje utilizado por los fanáticos es clave para entender la radicalización de muchos jóvenes. Su ruptura con Occidente es absoluta.
Con el reciente atentado en París del 23 de abril, el yihadismo sigue reinsertando en la política occidental algo relegado: que la violencia y el conflicto son el motor de la historia. Un motor cebado por una actuación ideológica, mientras que en Occidente la noción de ideal está devaluada y reducida al consumismo; y donde el consenso, el diálogo y el compromiso son hegemónicos.
The husband of the policeman who was murdered last week in Paris delivers an emotional eulogy at his memorial service pic.twitter.com/yGfVNQ1IXZ
— Channel 4 News (@Channel4News) April 25, 2017
Como derivada de lo anterior, el poder del yihadismo, a través de su comunicación, no hace concesiones a la banalización de las ideas. En este sentido, el islamismo es la reaparición de una ideología global más potente que el viejo marxismo.
Occidente se dispersa en la complejidad y la duplicidad, mientras que el islamismo se centra en la unión y la unicidad. Está consiguiendo, en palabras de Cristina Peñamarín, etiquetar a sus enemigos “desde su lenguaje y sus valores”. El poder de las palabras, con sus implicaciones morales y emocionales, construye un discurso eficaz. George Lakoff nos recuerda que “pensar de modo diferente requiere hablar de modo diferente”. Los islamistas lo hacen. Su propaganda es tan descentralizada y dispersa como su terrorismo. Fuerzan al adversario a hablar como ellos, no aceptan hablar como el “otro”. Reducen a su adversario a refutar su narración con lo que consolida su marco ideológico. Les hemos regalado palabras como mártir, cuando un mártir cristiano sucumbe al sufrir la violencia y el “mártir” yihadista muere al practicarla.
El Estado Islámico practica la proclama florida, preñada de símbolos, ornatos y circunloquios. Su retórica se basa en dictámenes que rigen la vida común, la política. Usan la poética, el estilo metafórico, es decir, la cultura. Ellos no proceden de la racionalidad griega. Su estilo es grandilocuente, mientras nuestro lenguaje político es infecundo, banal y poco sentimental.
El islamismo radical reclama obediencia, un concepto que ha desaparecido del vocabulario occidental, donde celebramos la insumisión y la desobediencia civil. La prensa occidental no entiende un sistema que exige obediencia a los fieles contra los infieles que se niegan a abandonar el politeísmo y someterse -Islam- a Dios. El yihadismo indica a los creyentes el camino a seguir para cumplir la voluntad del Altísimo. Las palabras tienen el poder de crear.
El poder del yihadismo, a través de su comunicación, no hace concesiones a la banalización de las ideas. En este sentido, el islamismo es la reaparición de una ideología global más potente que el viejo marxismo
No comprendemos la naturaleza de la propaganda islamista, cuya clave esencial es que ofrece la conversión a una fe, un ideal. El problema de la cultura occidental es que es materialista, solo ofrece la adquisición de bienes de consumo. Los jóvenes occidentales australianos, americanos, europeos que se han unido al yihadismo se han convertido y combaten. Su propaganda vende la camaradería guerrera entre sus milicias.
Es difícil comprender eso en los países occidentales, así que la prensa dice que están locos, enfermos. El resultado es que Europa no está preparada para los atentados terroristas porque los justifica como marginados sociales o enfermos mentales. Esa es la respuesta cuando hay un acto violento: socializarlo o medicalizarlo. Otro argumento es decir que el mal tiene un gran poder de atracción, con lo que declaramos que el bien no tiene valor alguno. Puede que algunos sean sociópatas o chavales perdidos, desesperados por dar sentido a sus vidas con una causa trascendente.
No vemos la devoción de los europeos por la defensa de los valores de la democracia parlamentaria y la sociedad de consumo tras los ataques yihadistas. Sí vemos la entrega de las decenas de miles de jóvenes que se unen al Califato. No tenemos noción alguna de comunidad, de obligación civil. En cambio, los muyahidines del Islam están en la sumisión y en la obediencia a su ideal, ellos actúan. El yihadismo ha evidenciado que estamos divididos e inermes. Ellos tienen fe en su sistema y nosotros no.
Destaca Philippe-Joseph Salazar que un soldado del Califato no mata: practica un acto legal de castigo. De ahí las arengas que preceden a la ejecución de los rehenes. Es terror y también propaganda. Escarmienta a los malos musulmanes, al infiel que ofende a los islamistas y ejecuta enemigos.
Occidente se dispersa en la complejidad y la duplicidad, mientras que el islamismo se centra en la unión y la unicidad
Ellos ven los regímenes democráticos que sitúan a la persona en el centro de su mundo como un paganismo que hace del hombre un ídolo. Para el creyente, el centro del mundo es Alá. Para ellos, todos somos cristianos -cruzados- y nos acusan de habernos extraviado de la vía correcta, de la palabra de Cristo, de la fe. Estamos extraviados por la frivolidad, el alcohol, la pornografía… Somos unos idólatras y nuestros ídolos son frágiles.
Además, cualquier crítica a algún aspecto del Islam atrae el sambenito de ‘islamofobia’, reduciendo esa crítica a un desarreglo mental o inadaptación social en nombre de la multiculturalidad, la ideología predominante en el mundo occidental. El multiculturalismo establece que ser crítico es una falta intolerable, especialmente si se juzga a aquellos cuyo objetivo declarado es abatir y destruir la cultura occidental. Le han regalado al islamismo una desvinculación de cualquier responsabilidad por los actos de sus exaltados.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.