José Francisco Forniés | 27 de mayo de 2017
No es para nadie desconocido que Madrid tiene como uno de sus emblemas gastronómicos el guiso de los callos a la madrileña y todo restaurante que se precie de ser castizo, o que quiera atraer a visitantes de cualquier rincón de España, debe incluir en su carta tan suculento plato. Siempre he pensado que una de las formas más ilusionantes de despertarse es pensar que al mediodía uno se va a poder meter entre pecho y espalda una buena ración de callos.
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— TurismoMadrid (@TurismoMadrid) May 14, 2017
Es un plato humilde de procedencia: las tripas, su principal ingrediente, nunca han tenido buena prensa; decimos: esto o aquello me revuelve las tripas, ¡qué tripa te duele!, ¡qué tripa se te ha roto! y ninguna de estas expresiones trasmite nada positivo, están más en el léxico del desagrado y, por si fuera poco, la frase infantil «me duele la tripa» es sinónimo de «hoy no quiero ir al colegio».
El segundo ingrediente imprescindible es el morro, tampoco este tiene buena prensa. Las frase de ¡qué morro tienes! o la de ¡le echas un morro que te lo pisas! no son presagio de buenas relaciones entre interlocutores. Del chorizo, también componente de los callos, creo que no es necesario hablar mucho, tanto de su humildad de origen como del tratamiento que se le da en letra escrita.
Es un hecho incuestionable la acepción hartamente negativa que ha ido adquiriendo últimamente este rico embutido, cosa que no es nueva. Se decía hace ya muchísimos años que un tipo era un chorizo si, dentro del hampa, solamente se dedicaba al hurto de poca cuantía. Ahora, su magnitud se ha acrecentado, dadas las cifras astronómicas de las apropiaciones de lo ajeno a las que nos tienen acostumbrados desaprensivos y sinvergüenzas que pululan por todos los partidos políticos.
De ingredientes tan poco considerados, sin embargo, salen los muy demandados callos a la madrileña. Lo que no está tan claro es de dónde salen los nombres de las calles madrileñas. Sus ingredientes de denominación son múltiples y se han tenido que ir ampliando, ya que sobrepasamos las 9.000 mil. Estas calles soportan un baile de nombres, de vez en cuando, que da lugar a algo terrible: cuando mandas a alguien de fuera a comerse unos buenos callos a una calle determinada, vuelven de vacío y con cara de desilusión, porque no la han encontrado, como consecuencia de que el ayuntamiento le ha cambiado el nombre.
Eso no se hace, hay que respetar, ante todo, al devorador de callos, es imprescindible para mantener nuestra identidad castiza. Qué manía: ahora pongo un nombre, después le pongo otro. Hay que desterrar esa práctica. A las calles hay que darles nombres que no sean objeto de discusión, es decir, que agraden a toda la ciudadanía y que no sean susceptibles de la inquina u oposición de cada nuevo equipo de gobierno en los ayuntamientos.
Cambiaremos la nomenclatura de calles y plazas de Madrid en cumplimiento con la Ley. #MemoriaHistórica #PlenoMadrid pic.twitter.com/xtkMzl3w4O
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Sería necesario que se adoptase un criterio sólido e indiscutible a tal efecto. Si una calle se llama del limón, nunca se discutirá, pero si se le pone el nombre de un político o de un miembro destacado de algún colectivo que no sea aceptable para los madrileños, tarde o temprano alguien se encargará de cambiarlo. Lo que no es de recibo es sustituir un nombre que reúna esas características por otro que, andando el tiempo, suscitará la misma reacción.
Si el actual Ayuntamiento madrileño nos quiere dejar un buen legado, que piense más en los degustadores de callos que en revanchas a la hora de cambiar el nombre a las calles. Si le quitan el nombre de un franquista a una calle, en base a la Ley de Memoria Histórica, no le asignen después el nombre de un político, ya que este será del agrado de los partidarios de esa formación y no de la que ahora está en la oposición, lo que suscitará más adelante otro cambio. Y los visitantes amantes de los callos, otra vez a casa de los parientes sin cenar a gusto.
En fin, tal vez mi exigencia sea demasiado drástica y poco aportadora, en aras de lo cual voy a hacer unas sugerencias. Se le podía poner a alguna calle importante «de los Callistas», no por los dedicados a ese oficio, ya que ahora se llaman todos podólogos, sino por los componentes de las comisiones municipales que a lo largo de nuestra historia, desde 1835, se han dedicado a cambiar los nombres a las calles.
Después también, y por aquello de los agravios comparativos con pretéritos alcaldes de la ciudad que cuentan con su callecita, su plaza o su parque, se podrían poner nombres que de alguna manera hicieran recordar a los más recientes. Así, el parque de Tierno Galván podría llamarse de los Callos Tiernos y la futura calle a Manuela se podría pensar, ya que tenemos tiempo todavía, aunque me gustaría que se llamase «calle de la dama que no dio trabajo a los callistas».
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