Gil Ramos | 05 de diciembre de 2018
PARÍS (FRANCIA) | El movimiento de los chalecos amarillos se ha desatado por el anuncio del alza de las tasas de los carburantes. Macron tiene el reto de resolver una protesta que afecta a las clases medias, sujetas a altos impuestos y hastiadas de los políticos.
Ante el tsunami provocado por las múltiples manifestaciones de indignación colectiva, Emmanuel Macron ha prometido tres meses de concertación territorial sobre la transición ecológica, en la que espera que participen también los denominados gilets jaunes o chalecos amarillos. Esta ha sido la reacción política del presidente de la República ante un conflicto que aparentemente se le había ido de las manos. No cabe duda de que vivimos en un mundo muy mediatizado por la comunicación y las redes sociales, y lo cierto es que la imagen de Francia que vimos fue la de la violencia y el fuego atávico en los elegantes Campos Elíseos. Esa imagen no se la puede permitir ni tan siquiera el mismísimo Macron.
De modo inmediato, se ha producido la comparecencia del presidente: «Nadie puede presidir o gobernar si no escucha», declaró Macron. En adelante, se supone que le toca al jefe del Estado demostrar que ha captado el mensaje de cólera de los últimos días. En consecuencia, desde el Elíseo se cambia de estrategia en lo que a la transición ecológica se refiere.
El detonante del movimiento de los chalecos amarillos ha sido el anuncio del alza de las tasas de los carburantes en pos del cambio ecológico y de la sostenibilidad ambiental, pero la realidad económica choca con los discursos green wishing, por lo que el Ejecutivo francés tendrá que compatibilizar los objetivos de “salvar el mundo” con fines más prosaicos, que son los de llegar a fin de mes de la clase media francesa. Los chalecos amarillos han descolocado a todas las instituciones, no solo al Gobierno, también a los agentes sociales, ya que aunque algún sindicato se ha intentado llevar el tanto, el movimiento ha surgido desde abajo, con una base muy transversal de la clase media y, fundamentalmente, extramuros de Paris, con origen en pueblos y ciudades medias del Hexágono. Pese al intento del partido de Marine Le Pen y de los republicanos de hacerse con el capital contra Macron, las reclamaciones de los chalecos amarillos desbordan el encasillamiento político, ya que lo que rezuma de este movimiento es ante todo malestar. Una angustia profunda que no admite más carga fiscal y que se canaliza por medio de la referida clase media no urbana, hastiada con los políticos y sus promesas.
En este punto cabría hacer un paralelismo con el movimiento 15-M o el 5 Estrellas italiano, en cuanto a la efervescencia de las protestas y su sobredimensionamiento en los medios de comunicación. Al igual que con la indignación en España o Italia, en Francia las acciones se han multiplicado en cuanto a efecto mediático, alcanzando altas cotas de protagonismo en los prime time y en las redes; pero si nos atenemos a las cifras de seguimiento, unos 106.000 manifestantes en toda Francia no parecen a priori grandes concentraciones. Eso sí, mucho ruido y alharacas, igual que el 15-M. No obstante, se perciben múltiples matices y diferencias en cuanto a los chalecos amarillos. La protesta no afecta a las clases más populares, sino a las clases medias sujetas a cargas impositivas muy importantes, no solo en renta sino en complementos de solidaridad, como la Contribución Social Generalizada (CSG), y el objetivo es desvirtuar el inminente aumento de las tasas de diésel. Además, no resulta claro que este movimiento se pueda instrumentalizar por la política y, en concreto, no se puede afirmar que se trate de una reivindicación de derechas o izquierdas. Es pura desazón. Un desaliento que se configura como un síntoma más de la falta de esperanza europea, del decaimiento del deseo compartido por una unión política y económica total. Puede que del fracaso del deseo de Macron, líder en horas bajas del europeísmo y multilateralismo, salgan solo palabras.
El reto para Emmanuel Macron, que trata de transformar esta primera crisis social del quinquenio en el país es, asimismo, una oportunidad política. Se puede idear la reparación en tres ejes. En primer lugar, el respeto, la consideración hacia estos “conciudadanos”, descartando los violentos, que se sienten atropellados desde hace lustros. En segundo lugar, la consideración de su hartazgo fiscal con la promesa de que, para ellos, la fiscalidad deberá disminuir con mayor fuerza. Y, en tercer lugar, la voluntad de hacer de la Francia de los olvidados la actriz de pleno derecho de la transición ecológica que, por primera vez, se presenta como el corazón del nuevo contrato social que intenta construir Macron. Veremos si este sueño prospera. La subida de los impuestos, prevista inicialmente para el día 1 de enero de 2019, de momento, tiene una moratoria de seis meses, aunque podría ser más progresiva, o incluso suspendida, durante el año. No hay que olvidar que los impuestos sirven generalmente para financiar la protección social. Y los franceses, en gran medida, lo asumen.
En todo caso, por comparación, los chalecos amarillos quizás se sitúen más en el plano de la indignación que han mostrado, por ejemplo, nuestros pensionistas actuales, donde no existe una razón objetiva para el enfado, pero a los que los Gobiernos temen por cualquier reclamación que les pueda erosionar. En este escenario, con una hoguera de chalecos amarillos en los Campos Elíseos, parece preferible apaciguar a la masa con promesas o diálogo antes que decir la verdad… también Macron.