Justino Sinova | 05 de octubre de 2017
Carles Puigdemont habla con una convicción gestual que da a entender que se cree sus propias mentiras. Un llamado referéndum que no cumplió una sola de las condiciones que se le deben exigir (convocatoria legal, censo completo, papeletas normalizadas, control de los votantes, vigilancia en las mesas…) él lo denomina democrático y lo da por bueno. Presumiendo de demócrata a pesar de incumplir todas las leyes democráticas que se oponen a su arrebato independentista, y habiendo celebrado el cierre del Parlamento como hacen invariablemente todos los autócratas, pregona que declarará unilateralmente la secesión de Cataluña. Y, por supuesto, presenta esa bravata como el culmen de un proceder de pureza democrática. Nunca nadie imaginó, en esta España que alcanzó la democracia con inteligencia y esfuerzo hace 39 años, paranoia política de tal dimensión.
Pero las obsesiones dejan paso a veces a unos momentos en que se combinan la cordura y la angustia del miedo. Es posible que fuera eso lo que llevó a Puigdemont a pedir una mediación en las vísperas de consumar su cadena de delitos. Después de despreciar al Rey y al presidente del Gobierno de España, también de Cataluña, de presumir de lo que ha hecho el sector independentista hasta ahora y de refugiarse en la exageración de la acción policial que defendía la ley, compuso la postura corderil de quien pide diálogo. O tal vez fuera el último procedimiento para poder argumentar que no se le aceptó una terminal oferta de paz y no tuvo más remedio que llevar a Cataluña y al conjunto de España al precipicio.
En ese invento, el contumaz golpista pincha también en hueso porque Mariano Rajoy ha hecho saber, esta vez sí con rapidez, que solo será posible el diálogo si los independentistas abandonan su propósito, pues no se puede negociar con quien chantajea al Estado. Esto es de una lógica rotunda. Con el delincuente no se negocia sobre su delito. Antes abandona el delito y luego se verá. Incluso en estos casos, el margen de la negociación es ajustado porque lo que piden la sensatez, el derecho y la tranquilidad social es que el delincuente no se vaya de rositas y pague, que es algo que entiende todo el mundo. Alfonso Guerra, tan paradójico en sus tiempos de joven número dos del Partido Socialista, hoy parece un moralista preciso –en medio del guirigay actual de pedir diálogo- al decir que no se debe negociar con golpistas, como no se negoció con Tejero ni con Milans ni con Armada, que luego fueron condenados a 30 años de prisión.
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— Onda Cero (@OndaCero_es) 4 de octubre de 2017
La voz de Guerra ha destapado la intranquilidad que se ha apoderado del Partido Socialista desde que anteayer su portavoz parlamentaria anunciara una sorprendente reprobación de la vicepresidenta del Gobierno por la actuación policial en Cataluña. También lo han hecho José María Barreda y Guillermo Fernández Vara. El Partido Socialista de Pedro Sánchez se mueve en zigzag, apareciendo unas veces de acuerdo con el Gobierno y rectificando al poco. Rajoy es acusado de lentitud pero Sánchez, en su lugar, sería un estruendo de sorpresas. Aún no se sabe qué solución propone al golpe de Estado catalán pero sí se observa que le preocupa echar como sea a Rajoy de la Moncloa.
Uno de los inconvenientes de esta crisis es la debilidad de los partidos que defienden sin ambages al Estado y la democracia frente a los golpistas. El Partido Popular y Ciudadanos no suman mayoría absoluta y necesitan del Socialista para formar un bloque constitucionalista sólido, pero Sánchez tiene días y a veces no se sabe dónde está. Esto ocurre cuando se acerca inexorablemente el momento de las últimas decisiones. Antes de que los golpistas consumen su rebelión o inmediatamente después, Mariano Rajoy tendrá que demostrar la contundencia que aún no se le ha visto, con el acompañamiento seguro de Albert Rivera. Diga lo que diga Sánchez y la parte de su partido que le apoya. Y, por supuesto, sin una imposible mediación que impidiera la exigencia de responsabilidad a los golpistas.