Ainhoa Uribe | 14 de septiembre de 2017
En ese contexto, parece que no tiene mucho sentido que vivamos una explosión de procesos nacionalistas y/o secesionistas. En un mundo global, choca la vuelta a lo local. En otras palabras, el nacionalismo debería ser un fenómeno político demodé un fenómeno pasado de moda, sencillamente porque choca de pleno con la globalización, con la modernidad y con las sociedades abiertas y multiculturales, que han sido el paradigma de las democracias liberales. Sin embargo, las peticiones de autodeterminación son un tema urgente de actualidad no solo en España, también en Bélgica (donde los flamencos buscan su independencia) o en Escocia (donde un referéndum frenó temporalmente tales aspiraciones, pero donde volverán a surgir por el Brexit).
En Europa, Kosovo es un ejemplo reciente de ruptura del sistema legal, con una autoproclamación de la autodeterminación en 2008. En nuestro país, el ex presidente José Luís Rodríguez Zapatero no reconoció tal proceso pero fueron muchos otros los países que aceptaron la nueva situación. La declaración unilateral de independencia kosovar dividió a la comunidad internacional: Estados Unidos y muchos países de la Unión Europea la apoyaron. Frente a ellos, Rusia, España y gran parte de Hispanoamérica no reconocieron el proceso. Las comparaciones son odiosas. Pero tanto en Kosovo como en Cataluña se produce un caso claro de ruptura unilateral de la legalidad y una búsqueda de reconocimiento internacional. La artista Yoko Ono, el cantante Peter Gabriel, el ex futbolista del Barça Hristo Stoichkov o el fundador de Wikileaks, Julian Assange, entre otros, han dado su apoyo al proceso soberanista de los independentistas catalanes, partiendo de un absoluto desconocimiento de la historia de España y, lo que es más grave, de una falta de respeto a la legalidad democrática.
El llamado derecho a decidir catalán, ejercido de forma unilateral, implica una destrucción del sujeto constituyente, la nación española, lo que rompe no sólo Cataluña, sino España en su conjunto.
En la situación actual, como saben ustedes, junto a las sentencias y actuaciones del Tribunal Constitucional caben dos soluciones: aplicar el artículo 23 de la Ley de Seguridad Nacional 36/2015, que regula la gestión de crisis en la situación de interés para la seguridad nacional, lo que permitiría al Gobierno dirigir directamente la Generalitat de Cataluña; o bien, recurrir al artículo 155 de nuestra Constitución, que autoriza al Gobierno, con la aprobación del Senado, a adoptar las “medidas necesarias” para “obligar” a una Comunidad Autónoma “al cumplimiento forzoso” de sus obligaciones constitucionales, o para proteger el “interés general de España” si se atenta gravemente contra él. Sobre este tema se ha escrito y dicho mucho, pero lo que se analiza menos es el por qué el concepto de nación genera tanta pasión.
Gràcies a tots els qui ho heu tornat a fer possible. Increïble! La millor empenta per al referèndum de l'#1Oct ☑ | #DiadaDelSí pic.twitter.com/HFMi44tzNQ
— Carles Puigdemont (@KRLS) September 11, 2017
La nación moderna, la nación política, tiene un componente de especificidad propia de un determinado área geográfica que diferencia a un grupo social frente a otro, lo que Ortega y Gasset denominaba el modo de ser inglés, francés, alemán, etcétera. En palabras del filósofo, “la idea de nación contiene como uno de los ingredientes esenciales –en verdad el primordial- la creencia en que se pertenece a una sociedad la cual ha creado un modo integral de ser hombre”. En consecuencia, los símbolos culturales (mitos, creencias, leyendas, banderas, etc.) son fundamentales porque permiten generar fidelidades hacia una identidad histórica específica. La cultura es lo que dota de persistencia étnica a las naciones y hace que pervivan generación tras generación. Los valores de la nación (en este caso, la catalana) sirven para mantener unido a un grupo de gente frente al enemigo (en este caso, el español). Los nacionalismos periféricos o regionales (ya sea el catalán, el vasco, el gallego, el flamenco u otro) buscan desarrollar su identidad bajo una perspectiva exclusivista. El “nosotros” frente al “ellos”, siendo ese “nosotros” la comunidad a la que se asocian los valores positivos. Los otros (los españoles, por ejemplo) serían el paradigma de lo negativo. Este tipo de pensamiento xenófobo no busca la diversidad sino la homogeneidad.
Por ello, el paradigma nacionalista, en su versión radical y extrema, debería ser algo del pasado y demodé. Es totalitario y excluyente. Obliga a ser catalán, sentirse catalán y hablar catalán, porque lo español está prohibido, proscrito y perseguido. ¿Dónde queda esa Cataluña abierta y plural…? En lugares silenciados y en hogares escondidos, pero son muchos los catalanes que recuerdan cuando en Cataluña se abrían los brazos a los turistas nacionales y extranjeros, cuando se hablaba con naturalidad las dos lenguas oficiales o cuando se celebraban juntos los triunfos deportivos de las Olimpiadas de Barcelona 92. No ha pasado tanto desde entonces, pero parece que la fiebre secesionista ha borrado del mapa a los otros catalanes, a los que quieren vivir en una sociedad abierta, plural y global. Urge dar voz a esa otra Cataluña porque ellos también son catalanes, aunque hagan menos ruido en los medios.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.