Elías Durán de Porras | 28 de agosto de 2017
Hace 21 años, los etarras asesinaron en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid a Francisco Tomás y Valiente, expresidente del Tribunal Constitucional. Un grupo de estudiantes se concentraron para rendir homenaje a su profesor con las manos pintadas de blanco y pedir la paz. Poco después, en una masiva manifestación, la primera de las multitudinarias concentraciones contra ETA, la sociedad española mostró su unión y adhesión a los valores democráticos.
Muchos de los asistentes recordarán que al inicio de la concentración, que comenzaba en Colón, un grupo de ultraderecha gritó consignas a favor de la pena de muerte, entre otras. La reacción de muchos concentrados, además de abuchearlos, fue la de detenerse para que no pudiesen avanzar con el resto de manifestantes. Y allí quedaron, mientras el resto de ciudadanos avanzaron hacia La Cibeles tras la pancarta encabezada por los principales responsables políticos.
Este recuerdo me vino a la mente cuando seguí la manifestación de Barcelona después del terrible atentado ocurrido en Las Ramblas. Si bien es cierto que la gran mayoría de ciudadanos se concentró para mostrar su unidad frente al terror yihadista (hubo momentos en que parecía que se olvidaba el motivo de la manifestación), un numeroso grupo, muy visible, volvió a aprovechar la ocasión para abuchear al Rey, al Gobierno, para mostrar a los corresponsales de medios de comunicación de todo el mundo que Cataluña vive un creciente conflicto institucional. Cosa que es cierta, por otra parte.
Al igual que en el caso de Tomás y Valiente, la concentración de Barcelona ha servido para mostrar el estado de ánimo de una sociedad, en este caso la catalana. La claustrofóbica realidad que vive Cataluña demuestra que es imposible vivir al margen del procés; no es posible construir espacios de consenso o vivir al margen del referéndum y el derecho a decidir. El nacionalismo totalitario todo lo invade y no permite discursos alternativos al suyo. Y va a ser muy difícil reconducir esta situación.
Lo más lamentable de la concentración no fueron, en mi opinión, los abucheos al Rey y al presidente del Gobierno. Tampoco las esperpénticas y maliciosas consignas de numerosas pancartas en las que se hacían responsables a la Casa Real y al Estado del atentado por vender armas a Arabia Saudí. Lo peor fue el lema “vuestras políticas, nuestros muertos”, el intento de adueñarse de los vilmente asesinados en Las Ramblas, por encima de la memoria y el respeto de víctimas y familiares. La CUP agita el árbol para que otros, muy evidentes, recojan los frutos, ¿les suena?
El “matonismo” nacionalista sigue construyendo un relato de héroes y villanos, de heridas y afrentas sufridas, por encima de la verdad y el consenso, con la idea clara de ir fracturando la sociedad hasta que no exista vuelta atrás.
Pese a todo, no debemos caer en la rampa de esta nueva “kale borroka”. Una gran mayoría de catalanes se concentró ayer para mostrar que no tienen miedo y defender los valores de nuestra sociedad. Y seguro que agradecieron el apoyo del Rey y la presencia del Gobierno en estos tristes momentos. Y seguro que muchos se avergonzaron de los lemas de la CUP, como en su día se avergonzaron del uso partidista que hicieron algunos de la manifestación tras el asesinato de Ernest Lluch.
El sábado también recordé los tristes días que siguieron al 11 de marzo de 2004. Los terroristas acabaron con la vida de casi 200 personas y también provocaron, por el momento en el que estallaron sus bombas, una gran fractura social. Me pregunto si los que querían atentar en Barcelona con un camión bomba y acabaron atentando con una furgoneta buscaban no solo matar “infieles”, sino fracturar de nuevo a la sociedad española.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.