Pedro González | 16 de febrero de 2019
En un territorio equivalente al que ocupa la provincia de Sevilla, los 6,6 millones de habitantes de El Salvador viven en uno de los países más inseguros del mundo: 3.340 homicidios en 2018. Más de un 30% subsiste bajo el umbral de la miseria y, pese a mantener en la cárcel a 17.000 miembros de las tristemente famosas maras, aún tiene libres a otros 35.000, que someten al país a una violenta letanía diaria de atracos, tráfico de drogas y asesinatos.
Nayib Bukele, el presidente electo de El Salvador -y, con 37 años, el más joven de toda Iberoamérica-, encarna las últimas esperanzas de un país desesperado. Sin necesidad de concurrir a una segunda vuelta, más del 53% de los salvadoreños le han dado la mayoría absoluta, tras creer sus promesas de acabar con las bandas criminales, erradicar la miseria y borrar la corrupción, el otro cáncer que lastra la economía y corroe las instituciones del país.
Su triunfo ha sido, pues, tan aplastante como relativamente inesperado. Desde el final de la cruenta guerra civil que asoló al país durante doce años (1980-1992), el poder se lo han repartido la Alianza Republicana Nacional (ARENA) y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). La primera evolucionó desde sus intransigentes posturas de extrema derecha hasta un conservadurismo de viejo cuño; el segundo bajó desde la extrema izquierda marxista y guerrillera hasta la socialdemocracia. Ambos, eso sí, han estado salpicados por tantos casos de corrupción que han acabado hartando al electorado, gripando la economía y provocando el éxodo de los que no avistan un futuro decente en un país que algunos incluyen en la triste nómina de los Estados fallidos.
El mismo Nayib Bukele es la encarnación de ese hartazgo. Fue alcalde de la capital, San Salvador, en 2015, elegido precisamente bajo las siglas del FMLN, del que fue expulsado en 2017 por no morderse la lengua a propósito de la corrupción que afectaba a numerosos cargos del partido. Intentó montar un partido de centro-izquierda, Nuevas Ideas, rápidamente boicoteado por el duopolio ARENA-FMLN.
El Gobierno de Nicaragua implanta un estado de terror generalizado. La ONU denuncia
Lejos de amedrentarse, se cobijó bajo las siglas de una pequeña coalición, pese a las ínfulas de su enunciado: Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA). Con ella ha ganado la confianza del pueblo, causando parecida sorpresa a la provocada por Jair Bolsonaro cuando se alzó por encima de todos los favoritos en las elecciones de Brasil. Ambos casos ponen de manifiesto que los latinoamericanos ya no soportan los discursos vacíos ni las promesas huecas, y exigen actuaciones inmediatas contra la inseguridad, la corrupción y la pobreza.
Nayib Bukele no tomará posesión de su cargo hasta el 1 de junio, un largo periodo de espera pensado en muchos países de América Latina para tiempos más reposados y de menores urgencias. Sucederá al exguerrillero del FMLN Salvador Sánchez Cerén, el presidente peor valorado de los últimos treinta años, a tenor de una encuesta del instituto Cid-Gallup. En sus abultados índices de impopularidad, además de las taras y carencias reseñadas, ha influido seguramente el apoyo que Sánchez Cerén está dispensando a la dictadura venezolana de Nicolás Maduro.
Bien es verdad que el mandatario que precedió a Sánchez Cerén tampoco es un dechado de virtudes. Mauricio Funes está condenado “por apropiarse ilegítimamente de bienes del Estado” que la Justicia salvadoreña exige que restituya, además de inhabilitarlo para todo cargo de representación durante diez años. Funes huyó del país y se encuentra asilado en la Nicaragua tiranizada por la pareja Daniel Ortega-Rosario Murillo, motejados ya de “los Ceaușescu de Managua”.
El nuevo giro político de El Salvador, inmediatamente posterior al registrado en las elecciones brasileñas, abre un intenso año de comicios presidenciales en el continente latinoamericano. Panamá (mayo), Guatemala (junio), y Uruguay, Argentina y Bolivia (octubre) pondrán a prueba la voluntad de sus pueblos de elegir a quien pueda de verdad garantizarles, al menos, seguridad y decencia.