Armando Zerolo | 14 de noviembre de 2018
El origen histórico de la izquierda política, al igual que el de la derecha, coincide con el del Estado moderno surgido tras la Revolución Francesa y, en España, en el contexto de Cádiz. Ideológicamente, por tanto, nace del diálogo y el conflicto con el Antiguo Régimen: el absolutismo, la representación y la tensión del trono con el altar. La “nueva izquierda” no entronca necesariamente con esta tradición.
A principios del siglo XIX surge una nueva clase social, pujante, poderosa económicamente, influyente en los salones de moda, pero marginada políticamente. La representación de las rentas de capital inmobiliario (terratenientes) dominaba la constitución de las Cámaras, mientras que las rentas mobiliarias de los nuevos ricos, industriales, banqueros o manufactureros era despreciada. Este sector social, que en Inglaterra fue asimilado a las grandes familias, donde el dinero se sentó a la mesa de los nobles, en el continente fue rechazado. En esta primera época, por tanto, la izquierda estaba muy vinculada a la alta burguesía y a su lucha por la representación política.
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No fue hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando se incorporaron los derechos de los trabajadores y la preocupación por las clases marginadas al ideario de la izquierda. Empezó a emerger en la conciencia pública una clase social hasta entonces ignorada, cuya situación se vio agravada por el éxodo de la población rural a las grandes urbes, concentrándose en barriadas inmundas. Es en este momento histórico cuando por primera vez se asocian dos conceptos políticos que no necesariamente iban unidos: la izquierda y el socialismo. Desde entonces y, al menos durante una centuria, la izquierda sería socialista.
Dentro del socialismo, que es la ideología dominante de la izquierda, hay dos tradiciones, siempre encontradas y pocas veces bien avenidas. Una, centralista, estatalista y con una concepción del poder “descendente”, representada por Henri de Saint-Simon; y otra, anarquista, antiestatista y con una concepción del poder “ascendente”, representada por Pierre-Joseph Proudhon. Este esquema vale para todos los países europeos. Por ejemplo, en Rusia Léon Tolstoi pertenecería a la familia “ascendente”, mientras que León Trotsky y Vladimir Lenin pertenecerían a la “descendente”. En España tenemos un excelente ejemplo de socialismo anarquista, “ascendente”, en Ángel Pestaña, y de lo contrario en Francisco Largo Caballero, “el Lenin español”.
La izquierda, por tanto, puede dividirse en dos grandes tendencias, la más orgánica y, como se dice hoy, “de base”, y la más cratológica y estatista, que sí puede estar en el origen de la “nueva izquierda”. No discrepan en los fines, pues ambas nacen de la misma preocupación social y tienen como objetivo la protección y mejora de las clases trabajadoras, pero discrepan profundamente en los medios. Del mismo modo que en Rusia los bolcheviques y los mencheviques lucharon a muerte, en España anarquistas pacifistas y marxistas se enfrentaron hasta el punto de no entenderse durante la Guerra Civil y acabar peleando entre ellos.
La gran diferencia, por tanto, está en los medios. Una tradición de izquierdas, más de barrio, de la calle, de la fábrica, cree que la verdadera lucha está en el acompañamiento de las personas y, sobre todo, y esta es la clave de la cuestión, en la creación de una fraternidad de trabajadores. Es la izquierda que más se inspira en una comunidad monástica, en una comunidad de bienes. La otra tradición, común a la “nueva izquierda”, es cratológica, impaciente, piensa que el camino comunitarista es demasiado lento y opta por el aceleramiento de la historia por medios violentos. Es mejor asaltar el poder que soportarlo. Es una izquierda personalista, de partido, que se organiza políticamente para hacerse con el poder, a veces con los medios legalmente establecidos, otras con violencia.
La deriva de la “nueva izquierda” es la que, por desgracia, ha solido triunfar históricamente, la del asalto al poder, personalista, partidista y estatista, lejos de los trabajadores y cerca del poder, más amiga del Estado y su maquinaria que del pueblo y la comunidad social. Es la tragedia de la izquierda española, la victoria de Malasaña sobre Carabanchel.
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